09 dic. 2024

La emisión como toda panacea

Las perspectivas de crecimiento este año son alentadoras. No obstante, existen factores preocupantes en torno a ingresos y gastos del Estado, para sostener el ritmo, aplicando las mejores políticas públicas. Uno de ellos es el endeudamiento público, herramienta utilizada hasta el extremo con el fin de inyectar capitales que puedan honrar deudas pasadas y financiar alguna que otra obra pública. Más de eso, imposible.

Si bien no se replica desde las esferas públicas la icónica frase del libertario Milei de “no hay plata”, la realidad es que las arcas dependen mucho de que el clima favorezca a los cultivos, al ganado y al caudal hídrico del Paraná, para traducirse en buena generación eléctrica con la cual exportar los excedentes al Brasil, siempre a precios irrisorios, y a la Argentina, que paga un poco mejor.

Vayamos a la estructura que sostiene el crecimiento. Con el arranque del proceso democrático y tras atravesar los años noventa plagados de crisis financiera y caída de bancos por el manejo irresponsable de los depósitos y la especulación galopante –como rémora económica de la tiranía stronista– se encauzó el derrotero a principios de la década siguiente. Previo al pacto social que llevó al gobierno de entonces a elucubrar con gremios empresariales la nueva política fiscal, el país casi cayó en la cesación de pagos y el déficit golpeó fuerte dentro de la turbulencia de operaciones fraudulentas que ejecutaban los altos cargos nacionales.

Con Dionisio Borda a la cabeza del Fisco, se alcanzó el estándar mediante el cual la macroeconomía comenzó a estabilizarse, el sistema impositivo inició su camino hacia mejores horizontes y se enganchó con un floreciente periodo de boom agrícola-ganadero exportador.

Pero luego el ciclo de la naturaleza comenzó a mostrar distintos ribetes, cayeron los precios internacionales y una sequía se sucedió a otra en el país, para acentuarse a finales de la década de 2010 y exponer las cuentas públicas comprometidas. Al no contar con ingresos tributarios sostenidos, arrancó la era de la emisión soberana. Ergo, el Estado pudo obtener recursos para seguir desarrollando sus acciones, pero con un crecimiento de la deuda pública que se acercaba a la zona de riesgo.

No terminaron de sanar las heridas por los ciclos agrícolas decepcionantes y apareció la pandemia del Covid-19, con la paralización total de la economía mundial y la caída brusca del consumo, aumento de las deudas nacionales y privadas, que tuvo sus nefastas consecuencias en la ciudadanía paraguaya, buscando hacer frente al flagelo con rifas y polladas para cubrir el déficit en salud pública, a pesar de las donaciones recibidas para la aplicación de las vacunas correspondientes.

Arrancó la década de los veinte con ese golpe certero, al que le siguió la guerra ruso-ucraniana, que de nuevo pegó fuerte en el ámbito de los alimentos, fertilizantes y combustibles a nivel internacional, generándose una escalada planetaria de inflación galopante, pérdida del poder adquisitivo y nuevas especulaciones en el entorno de los precios y las tasas de interés.

Vamos llegando al primer lustro de esta década y, en el concierto del vecindario al que le cuesta aún equilibrar sus cuentas públicas, Paraguay se perfila como el país que más va a crecer en términos del PIB, gracias al buen clima, lo que en esencia no se traduce aún en bienestar para la ciudadanía, ya que el desfasaje en materia de servicios públicos es aún patente. Mientras tanto, una nueva veta para emitir otros USD 1.000 millones se abre camino como toda solución a la crisis, sin avanzar en la reestructuración de un Estado con sobrecarga de nómina y sueldos siderales, que hagan más eficiente la administración, o mejorar las compras públicas, ya que siempre son los mismos avivados quienes ganan casi todas las licitaciones.

Ese desgaste corroe la estructura, y queda como materia pendiente al mancillar cualquier panorama positivo de crecimiento, ya que la riqueza nunca se distribuye de manera equitativa hacia la gente.

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A continuación, una columna de opinión del hoy director de Última Hora, Arnaldo Alegre, publicada el lunes 2 de agosto de 2004, el día siguiente al incendio del Ycuá Bolaños en el que fallecieron 400 personas en el barrio Trinidad de Asunción.