28 dic. 2025

La bomba de tiempo

Vale la pena repetir que en el juego de la democracia nadie gana ni pierde todo. Su objetivo es que ningún grupo acumule jamás la totalidad del poder. Es un sistema complejo de contrapesos, cuyo fin último es obligar a las partes a negociar y a concertar.

Por eso, hacer que funcione la democracia requiere de una enorme madurez política, y de aceptar que los tiempos del poder omnímodo, de la palabra sagrada del líder, de la voluntad sacrosanta del general no volverán.

Esta es la razón por la que nos cuesta tanto tener resultados en democracia, y que haya tanta gente desesperada creyendo cándidamente que la solución es retornar al estado policiaco. La dictadura nunca resolvió nuestros problemas, solo los acalló. Entonces no había una población reclamando salud y educación. La mayoría vivía y moría en el campo sin haber pisado nunca un hospital. Ser analfabeto nada tenía de extraordinario. Y el hecho de que militares de alto y mediano rango o funcionarios de medio pelo erigieran mansiones y montaran estancias no despertaban la menor indignación ciudadana. Los pocos que elevaban la voz de protesta terminaban encalabozados, exiliados, desaparecidos o estigmatizados por los medios del régimen como tenebrosos profetas del marxismo apátrida y mefistofélico.

El ejercicio de gobernar se limitaba a garantizar lealtades mediante el reparto de la torta pública y el ajuste de tuercas para todos aquellos que osaran poner en duda las bondades del régimen. Era un modelo simple, ciertamente, pero no resolvía ningún problema de fondo y permitía que las bombas sociales acumularan pólvora.

La migración masiva del campo a la ciudad creó los cordones de miseria que hoy representan más de un tercio de la población urbana concentrada en las ciudades. No hubo proceso de industrialización que generara empleos para toda esa mano de obra ociosa, ni suficiente inversión en salud y educación como para dar cobertura a las nuevas demandas.

La democracia irrumpió con ese escenario de fondo. Encontrar soluciones requería de una planificación y una ejecución de políticas públicas que solo es posible con una burocracia profesional y una clase política capaz de acordar acciones de largo plazo. Nada de eso había.

El partido hegemónico se dedicó a fortalecer su modelo de dominación abriendo las puertas de la nómina pública a una horda de correligionarios. Para colmo, buena parte de la oposición dedicó tiempo y esfuerzo a conseguir también su porción del botín, perdiendo cualquier posibilidad de alcanzar la necesaria alternancia política.

En tres décadas se hicieron algunas cosas bien, pero las cuestiones de fondo siguieron postergadas, acumulando su terrible poder destructivo. La democracia siguió funcionando a media máquina, empantanada en las disputadas crematísticas de una cada vez más degradada clase política.

Estamos a semanas de la asunción de un nuevo gobierno que se impuso con poco más de un cuarto del total de inscriptos en el padrón electoral. Consiguieron menos de la mitad de los votos emitidos el día de las elecciones. El voto opositor superó en alrededor de trescientos mil a los del partido de gobierno, pero fue un voto dividido, lo que aseguró a los republicanos otro lustro en el poder.

Con ese cuarto de los potenciales electores se alzaron con la presidencia y la mayoría de las dos cámaras del Congreso y de las gobernaciones. El gravísimo error que están cometiendo ahora los miembros más botarates del partido es suponer que esa victoria les ha dado la suma del poder, y empiezan a lanzar sus tradicionales discursos de revanchismo. Es casi suicida.

El nuevo gobierno estará sentado sobre la misma bomba de tiempo que heredaron sus antecesores. Esa bomba está lejos de haberse desactivado. Hay una legión que ha perdido toda esperanza y que está dispuesta a creer que la única alternativa es salir de la democracia, sin importar las consecuencias. Podemos ver en la región adónde conduce ese camino.

Ya no queda margen para el error. Si no pactamos políticas públicas, si no acordamos prioridades, este artefacto macabro de pobreza, inseguridad y bronca nos reventará en la cara a todos, incluyendo a esa minoría de la que tanto se vanaglorian los colorados.

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