12 may. 2025

La belleza del amor fiel

Hoy meditamos el Evangelio según san Marcos 10, 2-16.

En este Evangelio, Jesucristo aprovecha una pregunta capciosa de los fariseos para hablar del estatuto íntimo de toda relación: El amor que se entrega, que se dona, que da vida.

La lógica divina es otra. Está más allá de la lógica humana de los fariseos. Porque el amor va más allá de lo debido. Nadie que se enamora le dice a la otra persona: “contigo podré cumplir lo que es lícito y evitar lo que es ilícito”.

Ese amor muere. Porque el amor requiere el encuentro, compartir la intimidad, abrazar las debilidades y fragilidades del otro, perdonarse, descubrir la belleza de la persona amada, ser fecundos, soñar juntos…

Cuando uno se queda en la lógica de esto se puede hacer, esto no; cuando nos cerramos a la novedad, nos cerramos al amor. Jesucristo propone una nueva perspectiva: Nos habla del principio de la creación, del proyecto de Dios. Hay un diseño de vida y belleza para nuestras vidas.

Si uno vive la vida, la relación con Dios y con los demás, reducido a lo que es lícito o ilícito, la vive de modo frío y estático. Si, en cambio, la vive sabiendo que Dios la está mirando con admiración, uno se dará cuenta de que Dios forma parte de la propia historia, de que quiere vivir la vida de cada uno desde el amor.

Si uno sabe que Dios le está mirando con admiración, se dará cuenta de que los defectos del otro (marido, mujer, hijos, hermanos y amigos) forman parte de la propia aventura para aprender el arte de amar, el arte de asemejarse a Jesús.

¿Cuándo hay que amar al otro? ¿Solo cuando es perfecto, sin defectos, simpático, puntual, útil; o más bien, cuando es débil, frágil, pobre y se equivoca?

Todos estamos llamados a relaciones de fidelidad, relaciones donde tendremos siempre millones de excusas para repudiar al otro (marido, mujer, hijos, hermanos, familiares, amigos y compañeros). Pero, si el otro solamente tiene derecho al amor cuando se lo merece, entonces uno no sabe amar, tiene un corazón de piedra, endurecido. En ese corazón no está la imagen esplendorosa de Dios. Está ofuscada, escondida.

Y para entender esto es preciso aprender el arte de la pequeñez y de la debilidad, el arte de ser como niños. La segunda parte del Evangelio no está ahí por casualidad. Amar de verdad, requiere estar en la vida como los niños, como quienes tienen siempre algo nuevo que aprender. Aprender de las dificultades, de las tribulaciones, de las desilusiones.

Si el otro está en función de nuestra propia realización, de lo que debe, de lo que sirve; el otro siempre será insuficiente. Por el contrario, si uno percibe esa mirada de Dios sobre uno y sobre los demás, querrá aprender de esa mirada cada día: Como un niño aprende de la mirada amorosa de sus padres.

El secreto de esta vida no es que seamos perfectos, fuertes, simpáticos, sin defectos. El secreto de la vida es llegar a ser amados en nuestra debilidad y fragilidad y amar al otro en su debilidad y fragilidad. Es poder decir: Soy fiel a la persona a la que amo. Y Jesucristo siempre viene en ayuda de nuestra debilidad. No hay ninguna relación que no esté llamada a experimentar la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo: La capacidad de perderse a sí mismo para ganar al otro, para dar vida al otro, para darse al otro en todas las situaciones. Nuestra grandeza inicia cuando, en Jesucristo, nos perdemos por amor, cuando nos atrevemos a entrar en su lógica de la eternidad, de la donación, de la entrega.

(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-py/gospel/evangelio-domingo-vigesimoseptima-semana-ordinario-ciclo-b/).