Algunos dicen que hay que cambiar el lenguaje, los estereotipos que se asocian a la violencia, pero, al mismo tiempo, no tienen reparos en violentar hasta la conciencia de los acusados, sin concederles el derecho a la presunción de inocencia o a la defensa, cuando estos tienen el perfil (ojo, muchas veces también estereotipado) del “violento”. Otros son sinceramente unos indiferentes, les da igual, con tal de que no les ocurra a ellos. No falta quien reivindiqué la violencia como una forma de relación “muy humana” de la que no nos desharemos nunca. Hay gente que se cree libre de culpa proponiendo más y más leyes con incisos y procesos burocráticos que están lejos de cortar de raíz el drama. Y tampoco falta quien aproveche para ganar dinero a costa del sufrimiento ajeno. Claro que vale aplicar las leyes justas y castigar a los culpables, pero sabemos muy bien que esto solo no es la cura.
Luego del último suceso que involucró a una joven pareja, ligada a la adicción a las drogas y a otras condiciones patológicas de orden siquiátrico, por lo que se supo después, volvió a aparecer la pregunta, el cuestionamiento, incluso la ansiedad ante la impotencia que genera. De alguna manera la vida misma nos está empujando a tomar más en serio no tanto la folletería política, la pontificación moral o el chismerío de cuarta, sino la situación misma, la realidad misma que nos interpela.
Justo en estos días carteles de droga mejicanos mantuvieron en vilo a una población entera, cortaron la comunicación y prácticamente anularon a la policía, y todo para asesinar a una familia completa, carbonizando niñitos, bebés y mujeres, no contentos aterrorizaron a los pocos sobrevivientes, el mayor de ellos de solo 13 años, que caminaron desesperados kilómetros en el monte, perseguidos a muerte y con el trauma aún patente de haber visto morir quemados a sus madres y hermanitos.
¡Horror! ¡Terror! Por dinero, por poder, por fama.
Sí, está de moda “dejar huella”, “dar la nota”, rebelarse ante el sistema y llamar la atención imponiendo la propia voluntad, aunque fuera quemando gente. También están de moda la superficialidad y el juego peligroso de las adicciones. Se va volviendo un sistema referencial enfermizo que anula la razón y corta las relaciones más esenciales.
Esto es una cachetada a todo eso que llamamos civilización, que llamamos estado de derecho, que llamamos convivencia social. ¿De qué nos sirve lamentarnos de la enfermedad crónica, si no tomamos enserio el remedio? ¿Seremos tan duros? ¿No nos moverá ni un poco de nuestras posiciones esta violencia en alza que vivimos?
Deberíamos deponer un poco las armas ideológicas o de otro tipo por un momento, esa pretensión de control total, que no es posible nunca, acercarnos, expresar el dolor, conversar, intentar atar cabos, plantearnos seriamente el valor de la vida. Eso es lo más humano.
La vida debe ser respetada, debe ser custodiada, debe ser promovida. No la muerte, no la venganza (ni siquiera la que disfrazamos de justicia), no la insensatez.
O empezamos todo de nuevo desde un yo que se cuestiona sus propios vicios y virtudes, desde un yo que enfrenta su propia verdad, o todo se vuelve alienación, manipulación y violencia.
No hay cosa más sacrificada que la prevención real, requiere tiempo, esfuerzo educativo paciencia. No hay cosa más bella que la reparación. No tenemos derecho a rendirnos ante la violencia. No tenemos derecho a rendirnos ante la cultura de la muerte y del descarte. Nuestros hijos están mirándonos y necesitan esperanza.