19 mar. 2024

El Papa, las mascotas y la felicidad

En mis tiempos de facultad solía desgranar las tardes con una compañera de curso que era la encarnación misma de Susanita, la amiga frívola y conservadora de Mafalda, creación inmortal de Quino. Como la niña de la caricatura, mi amiga estaba convencida de que el éxito en la vida dependía en gran medida de casarse y tener hijos; principalmente, lo segundo. Y contra todo pronóstico lo consiguió. Contrajo nupcias y aportó a la demografía patria cuatro potenciales contribuyentes. De hecho, abandonó la facultad para abocarse de lleno a lo que suponía era la razón de ser de su existencia.

Me la volví a encontrar hace unos meses en un café. Se acercó a mi mesa y en media hora –en la que yo apenas pude interrumpir su monólogo solo para recomendarle que no se quitara la mascarilla– me pintó su vida de madre frustrada porque los hijos no eran lo que ella esperaba. Del marido no dijo nada, pero entendí que ya no formaba parte de su rutina. Su lamento sonaba honesto, pero había algo en él que me hacía ruido. El melodrama de su vida se desarrollaba sin que ella tuviera responsabilidad de los sucesos, era solo la víctima.

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Cuando por fin se hubo descargado verbalmente, le pregunté si no había sido un error cargarle a sus hijos toda la responsabilidad de ser feliz. Me miró como si hubiera blasfemado, ¿tus hijas no te hacen feliz? me cuestionó. Le respondí que no se trataba de eso, sino de construir una vida en la que nuestra expectativa de felicidad dependiera de que otras personas actúen, piensen y vivan como nosotros querríamos que lo hicieran. Es muy cómodo, le dije. Es cargar la responsabilidad de nuestra propia felicidad en lo que hagan ellos, no en lo que hagamos nosotros.

Recordé aquella charla en estos días en los que el papa Francisco criticó a las parejas que reemplazan a los hijos por mascotas a las que tratan como seres humanos, e incluso advirtió sobre el envejecimiento de la población en países donde la gente es cada vez más reacia a tener hijos. Confieso que también me resulta difícil de digerir el trato exagerado que le dan muchos a sus animalitos de estimación, aunque también admito –como me señaló uno de estos fanáticos de las mascotas– que su perro le devuelve todo el cariño que le da y que, a diferencia de las personas, nunca habrá de decepcionarle.

En lo que disiento con el líder católico es en esa insistencia en que todas las parejas tienen que tener hijos o serán incompletas, como si nuestra sola condición de humanos nos impusiera la obligación de procrear. En primer lugar, no solo estamos lejos de que la tasa de la natalidad sea un problema demográfico. Por el contrario, el drama del planeta es la superpoblación. Es bueno que no todo el mundo quiera reproducirse.

Lo segundo es que la maternidad y la paternidad pueden ser parte de la vida… o no. No son toda la vida. Una mujer y un hombre no se restringen a su condición de padre o madre. O no deberían hacerlo, porque si así fuera sus vidas perderían sentido cuando los hijos naturalmente se fueran a construir sus propias vidas.

Una mujer puede llevar una vida plena sin nunca ser madre, y otra verse terriblemente frustrada por haber optado por la maternidad sin tener una idea cierta de lo que ello suponía. Como decía la misma Mafalda, si para ser padres se necesitara un título hay que ver cuántos valientes se animarían a presentarse al examen.

El tema puede parecer baladí, pero en realidad tiene que ver con la razón misma de nuestra existencia. Todos queremos tener una vida con muchos momentos de felicidad. El primer paso para lograrlo es saber qué cosas realmente nos hacen felices. La paternidad puede ser una de ellas, pero no es la única ni es excluyente.

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