P. Víctor Urrestarazu
”...Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna...”
Juan 3, 14-21
También nosotros somos capaces de dar cosas buenas a quienes amamos. Estamos dispuestos también a sacrificar lo más apetecible con tal de ayudar, proteger, consolar o favorecer de alguna forma a los que amamos. La medida de nuestro esfuerzo desinteresado es la medida de nuestro amor. Cuando queremos de verdad, aunque nos enriquecemos verdaderamente amando, es indudable que padecemos también una cierta pérdida. Es el sacrificio que, gustosamente, hacemos al amar.
Dios no renuncia a nada cuando ama a los hombres, y nos sana y enriquece más de lo que puede hacerlo el mejor bien de la Tierra. Siendo Dios el Amor mismo subsistente e infinito, no es concebible en Él la privación. El dolor que acompaña siempre al amor humano es una manifestación más de nuestra finitud y precariedad. No pocas veces, ese dolor unido a nuestro amor es la triste consecuencia de la miseria humana, pues es imprescindible romper con los apegos de la comodidad, del orgullo, del capricho..., de paso que vamos purificando nuestros afectos y los dirigimos a quienes conviene y según conviene, para agradar a Dios. Amamos a los demás entre el dolor y la renuncia que nos suponen el desapego de nuestros caprichos, para poder ocuparnos de ellos.
En otros momentos insistirá Jesucristo en la necesidad de seguirle con nuestra cruz de cada día, si queremos ser de los suyos. Que el cristiano debe llevar una vida exigente es algo muy sabido por todos, no solamente por los hijos de la Iglesia. Pero en las palabras de San Juan que hoy consideramos, Jesús nos habla de su Cruz, que es una Cruz de amor: de amor por los hombres. Los bienes que nos engrandecen a partir de esa Cruz, que es su Pasión en el Calvario, son innumerables. Todas las virtudes hechas vida en Jesús saltan a la vista para quienes contemplan con algún detenimiento las tremendas escenas de su crucifixión y muerte. Hasta el fin de los tiempos quedan ahí para nuestro ejemplo. Y nos enriquecemos, humana y sobrenaturalmente, de ellas, si tratamos de imitarlas y las pedimos con humildad a Quien más nos quiere.
Podemos afirmar que Jesús sobre el Calvario, siendo como siempre perfecto Dios y hombre perfecto, se muestra, sin embargo, más que nunca, en su humanidad y en su divinidad. Es la manifestación final del divino amor por los hombres. Un amor que quiso la entrega del Hijo, para que nos mereciera la reparación del pecado. Un amor que nos convierte en hijos de Dios, coherederos con Cristo, en la expresión del Apóstol. Por los sacramentos, y de modo singular por la Eucaristía, nos hacemos partícipes de los méritos del mismo Jesús muriendo en la Cruz. Este es el sentido de la venida al mundo del Hijo de Dios: hacernos participar en su misma Vida Eterna. Debemos desechar otros pensamientos menos rectos, y demasiado frecuentes por desgracia, acerca la vida que Dios espera de nuestra vida cristiana. Para algunos, en efecto, el cristianismo consiste, más que nada, en un conjunto de preceptos o condiciones de vida que debemos guardar. El cristiano que así piensa lleva, en la práctica, una existencia a impulsos del temor: por miedo a las penas que caerán sobre él si se aparta de los mandamientos.
Se trata de una visión deformada del mensaje salvador y, en consecuencia, de Jesucristo, que nos lo ha mostrado. Concretamente, en su Cruz no vemos afán de revancha o rencor, ni odio, ni falta de esperanza o de paz; por el contrario, allí brilla el perdón, el interés por los demás hasta su último instante; una paz inmensa en la tarea bien concluida, absoluta confianza en Dios y en su Bienaventuranza, y, sobre todo, mucho amor, manifestado en la entrega total.