El pequeño territorio palestino controlado por Hamás sufre la incesante ofensiva de Israel desde que el movimiento palestino llevase a cabo el 7 de octubre un sangriento ataque sin precedentes que dejó 1.400 muertos en suelo israelí, según las autoridades.
Entre los trozos de hormigón, manchados de sangre, se encuentran a veces partes de los cuerpos despedazados.
“No tenemos nada para buscar y mover los escombros, así que la gente muere y nosotros solo podemos mirar”, lamenta Najma. “Derribaron una calle entera sobre las cabezas de mujeres y niños sin previo aviso”.
Pese a todo, a veces, la esperanza renace: Aquí una anciana salió de los escombros, allí un niño, e inmediatamente un residente los lleva en su coche hacia el hospital más cercano. Pero antes hay que cargarlos, ya que ningún vehículo puede pasar con los escombros. Las fachadas están cubiertas de agujeros de metralla.
En vez de casas, los bloques de hormigón obligan a la gente a zigzaguear y agarrarse a los trozos de pared que cuelgan aquí y allá. Los pisos de una vivienda se derrumbaron como un castillo de naipes.
Aquí, una antena parabólica parcialmente carbonizada voló por los aires, allí una puerta de madera sirve ahora de pasarela sobre los escombros. En los tejados, los depósitos de agua están desesperadamente vacíos.
Y en medio de la desolación, columnas de residentes van y vienen. Con las manos raspadas, el pelo y la ropa cubiertos de polvo gris de cemento, continúan su afanosa labor para intentar sacar a sus vecinos de entre los escombros.
“Necesitaríamos buldóceres para destruir los tramos de muro que aún quedan en pie para que entrasen excavadoras que pudieran sacar a los muertos y heridos”, explica uno de ellos, Abu Chadi Samaan, de 55 años. Pero sobre todo, añade, lo que hace falta es el fin de la guerra.
Mientras tanto, “no tenemos ni agua, ni comida, ni nada de lo que se necesita para sobrevivir”. ”Las personas que siguen vivas aquí son aquellas que la muerte no quiere”, declara. AFP