Centenares de analistas se volcaron a indagar el motivo por el que una economía que muchos consideraban como el modelo a seguir fuera contestada de modo tan estrepitoso. La tarea no es fácil, pues las protestas callejeras actuales dejaron de ser como las de antes. Hoy basta una chispa inicial y la volatilidad de las redes sociales convoca a miles de ciudadanos furiosos. Solo que no todos protestan por lo mismo. Los chalecos amarillos se adueñaron del centro parisino con exigencias que no tenían nada que ver con las de los independentistas catalanes que casi quemaron Barcelona. Incluso en Sudamérica, las movilizaciones no son iguales. En Ecuador son los indígenas; en Bolivia, los resultados electorales. En Chile, algo más que el aumento del pasaje.
Lo que tienen en común estas protestas es que son veloces, sin interlocutores claros con quienes negociar y espontáneas. Puede haber oportunismo de ciertos grupos organizados que se montan al potro de la cólera colectiva, pero es absurdo plantear que estos levantamientos populares se originan en una conspiración externa. Es siempre atractivo buscar explicaciones simples a estos conflictos. Lo hizo Piñera al decir que su Gobierno “está en guerra contra un enemigo poderoso e implacable”, sin citar nombres, pero sugiriendo la injerencia del eje cubano-venezolano. También lo hizo Maduro al fanfarronear que estaba “cumpliendo a la perfección el plan del Foro de São Paulo”.
Las respuestas deben buscarse en el propio Chile, un país con cifras macroeconómicas brillantes, que crece hace décadas, pero que ha empezado a sentir, como toda la región, el fin del periodo de auge de los commodities y el agotamiento de la hegemonía de medidas neoliberales. En Chile a los ricos les va muy bien, pero a los que no lo son, la plata no les alcanza. Y no porque las cifras de pobreza hayan aumentado notablemente. Es que el modelo adolece de un defecto, ese que cuesta tanto pronunciar: la desigualdad.
Chile, pese a su riqueza es un país increíblemente desigual. Una élite económica y política disfruta de un desarrollo de primer mundo mientras la mayoría de la población se ve acogotada por salarios bajos, servicios públicos caros y excluyentes, un sistema jubilatorio independiente que no alcanza para vivir y una desaprobación política muy alta. La gente se enerva porque aprendió que tiene derechos que le son negados, mientras sus políticos gobiernan para una minoría a la que le va demasiado bien. Lo sabido: la pobreza indigna, pero la desigualdad subleva.
Mire usted qué curioso: el Paraguay es mucho más pobre que Chile y aun más desigual. El Gobierno de Piñera está más firme que el de Mario Abdo. Sin embargo no tenemos violencia. Por eso perdemos tiempo discutiendo disparates como la “agitación foránea” o la reelección presidencial. De un día para otro, nos despertaremos con barricadas ardientes y nuestros políticos pondrán una estúpida cara de sorprendidos.