Como buen proletario con ínfulas de burgués yo veo la entrega de los Oscar.
No llego a la frivolidad de seguir la previa, con las estrellas desfilando por la alfombra roja y la policía de la moda cuestionando o felicitando el vestuario de las divas; pero, como muchos, también apunto a mis favoritos, y festejo sus aciertos como si fueran míos.
Alguna vez me cuestioné esta costumbre cholula. Después de todo, qué tiene que ver mi realidad con esa ostentosa fábrica de ilusiones.
Y debo decir que mucho.
Espero que me perdonen los eternos detractores del consumismo, y del cine comercial, y de las fórmulas fáciles de Hollywood, pero voy a hacer un par de confesiones cursis.
Ocurre que como pasa con la música, las películas forman parte de mi vida porque muchas de ellas quedaron asociadas a algún momento determinado de mi historia.
Volver a verlas es revivir ese pedacito de tiempo.
Por ejemplo, ninguna fotografía familiar me genera tantos recuerdos de mi madre como la película El paraíso viviente, de Walt Disney.
La vimos juntos en el hoy desaparecido cine Granados.
Yo tenía cinco o seis años y mamá, que trabajaba en una oficina mañana y tarde, solo tenía unas horas a la siesta para compartir conmigo. Así que fuimos a ver aquella película un montón de veces.
No me acuerdo bien de qué trataba, solo que unos animalitos agonizaban en medio de una sequía atroz hasta que finalmente se desataba un diluvio infernal que si bien salvaba a la mayoría, también acababa con alguno de los protagonistas.
Era una historia agridulce que para mí sabía como la mejor historia del mundo.
Era la que compartía con mamá.
Otra escena se me clavó en la memoria. Marlon Brando se rascaba la barbilla con la punta de los dedos mientras acariciaba a su gato y reflexionaba. Papá estaba en el sofá mirando la tele y yo seguía la historia tirado en el piso con la cabeza apoyada en los puños. De pronto papá se agachó y me acarició el pelo y mirando la tele me dijo: “Ese de ahí es el mejor actor del mundo”.
Desde aquella noche me es imposible no relacionar esa vieja canción siciliana con la figura de mi padre.
El Padrino es una historia terrible y, sin embargo, mirarla me produce un extraño placer, el de recuperar el sabor de un instante de felicidad lejano.
Me pasa igual cuando escucho la canción de la película Tarzán, la de dibujos animados. Fue mi primera cita con una mujer por la que esperé diez años. Fue la excusa perfecta para el prólogo de una historia que ya lleva una década, y que, con todo y cortes comerciales, cada vez se pone mejor.
Como usted, tengo otras muchas historias así. Películas que se colaron en mi vida y pasaron a ser parte de ella.
Por eso veo la entrega de los Oscar. Porque amo el cine. Porque me deleito viendo con mis hijas las animadas y en 3D, porque no tengo empacho en ver una romántica comiendo pororó y apretando fuerte la mano de la mujer con la que pretendo envejecer con dignidad.
Son apenas pedacitos de felicidad, es cierto.
Pero, es la suma de esos pedacitos lo que hace que la vida valga la pena vivirla.