Para expresarme con sinceridad, no practico esa virtud llamada tolerancia.
No tolero casi demasiadas cosas, pero me limito a protestar entre amigos, o las más de las veces, me conformo con rumiar mi descontento solo.
No salgo por allí a gritar denuestos y amenazas.
Mucho menos me atrevería a proponer o a intentar llevar a cabo una ejecución sumaria de quienes despertaron mi intolerancia.
De hecho, creo que la mayoría absoluta, al estilo de los insecticidas, el 99,9% de las personas, es intolerante. Solo que disimula en salvaguarda de las apariencias.
Un ejemplo de intolerantes desembozados son los barrabravas de los clubes de fútbol.
A la menor ocasión, entran a las garroteadas.
Y con un poco más de incentivo (un jalón de paco, una petaca de caña demás), salen los balazos.
Eso es intolerancia y no decir entre los amigos “qué c... es la cachaca”.
Ya una vez escribí acerca de que vivimos en compartimientos estancos, que hasta se escuchan entre sí, pero no conviven en la realidad. Hay ejemplos por docenas.
La gente que ama el teatro y uno que lo detesta.
La gente que pone discos de ópera en su casa, estando uno de invitado, con ganas sinceras de volverse sordo de repente o de sufrir un ataque cardíaco.
Los amigos que desglosan minuciosamente el ideario del partido político de sus amores, esperando convencernos de su bondad (la del partido), mientras uno espera ansiosamente la ocasión propicia para hacer un corte comercial y salir huyendo.
También está el amigo que habla maravillas de su club de fútbol, atribuyéndole virtudes que ni una selección de santos podría reunir, y uno tiene que escucharlos, porque son amigos, porque son buena gente, porque el único defecto que dejan salir a consideración de los demás es su pasión. Partidaria, futbolera, basquebolísta, operística, etc.
En casos así, uno se demuestra a sí mismo, al menos, que es tolerante.