Por Mario Ramos-Reyes, Ph D
El papa Benedicto XVI cumplió ochenta años la semana pasada, y dos de sucesor de Pedro y de Juan Pablo II. Un aniversario significativo, no solo a nivel personal para el papa Ratzinger sino, y sobre todo, por el sentido profético-cultural del estilo que está cobrando su pontificado. Pensado como uno “defensivo” o meramente catequético a primera vista, Benedicto ha mostrado, sin embargo, en breve tiempo un cariz ligeramente diferente: su voz ha tocado la llaga de tres aparentes verdades indiscutibles en el pensar contemporáneo: la primera, la pretensión de que una vida humana sólo es posible si se abstiene uno de afirmar de que existe una vida verdadera; la segunda, la afirmación de que la religión, o bien la fe, es irracional; y en tercer lugar, la creencia extendida, incluso entre creyentes, de que la fe cristiana se reduciría a ética, entrañaría mera moral.
Reflexionemos hoy en las implicancias de la primera pretensión; la de que ninguna forma de vida es mejor que las demás; que todo es o da igual, nada es mejor. Este es el relativismo que, al no admitir nada permanente, concluye en lo que el papa Ratzinger llama dictadura. El relativismo aquí se refiere, entre otras cuestiones, a la suposición de que toda idea de lo que está bien o mal depende de cada uno. Por lo tanto, habrá tantas formas de vida –contradictorias entre sí– como individuos. No existe así, una forma de vida que sea la auténtica, la moral, que sirva de modelo a las demás. No es mejor moralmente una persona íntegra que un mentiroso; el ejemplo de una familia trabajadora y honesta con respecto a otra en donde lo que se valora son las “conexiones” y trepadas. Todo es igual y, además, si todo es relativo y nada es mejor, entonces nadie tendría derecho a juzgar a nadie y la única virtud sería la tolerancia.
Este “ideal” de convivencia genera sólo dos posibles tipos de sociedad: la utilitarista, en la que el acuerdo de un régimen político democrático se reduce a lo cuantitativo del bienestar de la mayoría; o bien, la del individualismo radical, que defiende derechos del querer de cada uno, limitados sólo por el poder de los demás. Es el poder lo que frena al poder, pues aquello de una idea objetiva del bien o la persona, válido para todos, no existe. Y si no existe eso que llamamos ser humano, entonces, se arguye, tampoco existiría eso que llamamos familia, o ley moral, o virtudes como perseverancia y fidelidad, identidad cultural, etc. Lo único posible sería una sociedad en que la realidad está fragmentada y cambiante, donde todo se reduce a un tembladeral conceptual; no hay padres, sino meros progenitores; derechos reproductivos, no vida como don; no más dignidad sino calidad de vida; no más complementariedad, sino orientación sexual.
Esta visión (o miopía intelectual) lleva a la muerte del bien común; pues no existe nada que sea bueno en sí, menos aún que sea común, pues todo es relativo. Repárese que toda comunidad se hace en torno a un ideal objetivo común, que la cultura de una sociedad lo amamanta por ser moralmente mejor. El relativismo –es la gran intuición del Papa– significa la claudicación de nuestras posibilidades como seres humanos. El relativismo es, finalmente, incompatible con una tradición del republicanismo en la democracia, que supone un humanismo cívico: la realidad objetiva de los valores del auto-gobierno como realidad fundante del ciudadano y su régimen político.