26 abr. 2024

Vacío de liderazgo

Aunque quienes escribimos estas columnas de la ADEC lo hacemos desde nuestra experiencia de empresarios, hay coincidencias innegables, así como también notorias diferencias, entre la conducción de una empresa y la de un gobierno o una organización política.

Del lado de las coincidencias, una premisa válida en toda organización es que conducir no es solamente saber administrar, sino que fundamentalmente liderar. Administrar es buscar la eficiencia, la optimización de los resultados en relación a los recursos empleados; es hacer las cosas de manera correcta. Pero más importante es la eficacia, es decir, hacer las cosas correctas: implica desde luego la eficiencia, pero esta no basta, porque aplicada a una tarea equivocada solo conduce más rápidamente al colapso. Conducir conlleva liderazgo.

En el campo empresarial, hay un surgimiento continuo de liderazgos, como lo atestiguan los premios ADEC que, desde hace más de 2 décadas, vienen distinguiendo a empresas y empresarios destacados por su visión, por su eficiencia y su eficacia en generar resultados no solamente para engrosar la cuenta de utilidades, sino para generar satisfacción a clientes, proveedores, a los colaboradores de la empresa y sus familias, y la economía del país.

Hay una pléyade de hombres y mujeres jóvenes emprendiendo nuevas iniciativas o tomando la posta de empresas añejas para imprimirles un nuevo dinamismo y proyección.

En la política, por el otro lado, se observa un panorama cada vez más decadente, una carencia preocupante de líderes con nuevas perspectivas. No se trata de que no haya personalidades fuertes, con gran influencia y con dotes de mando, pero es esa mezcla de disciplina militar y fanatismo irracional más propio de “barras bravas” del fútbol, que del liderazgo político que necesitamos.

Los liderazgos que necesitamos como país son los liderazgos transformadores, orientadores y motivadores. Liderazgos con visión y misión claras, y con una capacidad de comunicar y transmitir entusiasmo y motivación. O, siguiendo al gran formador Stephen Covey, el que no solo busca lo bueno, sino lo mejor, el que inspira grandeza, y no chatura o resignación.

Ninguno de los presidentes elegidos en la época democrática tuvo las cualidades para ello, y pese a la promesa de nuevo rumbo, el actual tampoco la tiene. Su propuesta parecía sincera, al igual que la de aquel que en los 90 prometió “avanzar 50 años en 5 años”, pero al sumergirse en el fango de la realidad quedaron atrapados en la irrelevancia.

Eso parece contradictorio con figuras que provenían justamente del liderazgo empresarial. Pero es que ninguno de ellos tuvo en cuenta la dificultad de mover a ese enorme paquidermo que es la estructura del Estado, que solo se mueve centímetro a centímetro para volver a retroceder, atrapado en la gigantesca trama de corrupción y la maraña de intereses creados.

El fracaso se debe, tal vez, a una dosis de arrogancia de que quienes se hicieron cargo del gobierno creían saber todas las respuestas. Como dijo un viejo político argentino, tenía todas las respuestas pero se le habían perdido las preguntas. Y para saber cuáles son las preguntas hay que hablar y escuchar, hay que comunicarse, hay que afrontar las críticas por duras y despiadadas que sean, y hay que consultar a quienes saben porque ya han pasado por ello.

A esto es a lo que no parece dispuesta la actual conducción del país.

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