No sé si a los lectores les pasa lo mismo que a mí, que ante las noticias desconcertantes que nos llegan a diario, ante las “barbaridades”, obras cometidas por personas que están fuera de todo esquema de bien común, fuera de eso que solemos llamar “civilización”, nos sale de dentro la sentencia a priori sobre la enfermedad de esta gente.
Es evidente que descuartizar a ex amantes o hacer explotar a un niño de cuatro años con bombas para causar terror a los enemigos políticos es cosa de enfermos.
Hasta hace poco, los estandartes de la salud humana los llevaban profesionales comprometidos con una visión integral de la persona.
Desde Hipócrates, pasando por Pasteur, Sabin, Jérôme Lejeune (genetista descubridor de la trisomía del par 21 como causa del síndrome de Down), más allá de los avances o limitaciones de la ciencia de su tiempo, coincidían en considerar las enfermedades físicas y psíquicas como ligadas a esa interioridad misteriosa del hombre que solemos llamar alma.
Con el tiempo un reduccionismo racionalista de la ciencia y el materialismo extremo nos hicieron pensar “en masa” que eso era improbable y hasta ridículo.
Sin embargo, hoy nadie discute la necesidad de un bienestar integral para considerar a alguien realmente sano, pero, en contrapartida al enorme esfuerzo realizado en los aspectos psicobiológicos y la percepción positiva de la gente sobre ello (está de moda “cuidarse” con vitaminas, ejercicios, control médico, etcétera), es insuficiente lo logrado en el aspecto que podemos llamar espiritual u ontológico.
Es más, hay un retroceso.
Mientras que fumar está sentenciado –aunque existe la posibilidad de hacerlo, ya no es tan libre como antes–, por ejemplo, no lo está fomentar la promiscuidad, ¡incluso en nombre de la libertad!, o eso que se convierte en la antesala del odio, que es el desprecio de la vida.
No podemos prohibir la soledad, pero sabemos que en el origen de muchas dolencias está ella. No podemos hallar cura al egoísmo, al menos no con la ciencia.
Debemos aprender a convivir, todo el mundo lo pregona, pero el sacrificio que ello conlleva está desprestigiado socialmente...
¿Entonces, qué? Seguiremos dando recetas utópicas o nos fijaremos en la naturaleza de las cosas.
Tarde o temprano la “cura” pasa por aceptar que existe un orden natural, cuyas leyes no pueden ser despreciadas si queremos vivir en sano equilibrio.
Es un riesgo intentar tocar a fondo nuestro ser natural y considerar todos los factores que lo constituyen, pero la salud implica este riesgo.