La actividad política es una necesidad indiscutible. Justamente, por su relevancia e influencia concentra todo tipo de luchas, ambiciones y pecados capitales. Pero es en tiempo electoral cuando la política, entendida como ejercicio guiado hacia la búsqueda del bien común, sostenida por la ética y el deseo de justicia, se pone realmente a prueba.
Cuando está en juego el poder, el cargo, los votos; cuando lo que importa es ganar las elecciones, la banca parlamentaria o posicionarte ante un electorado, todo comienza a tambalear. En el mejor de los casos, aquellos políticos que hasta ese momento se esforzaban por mantener por lo menos algunas de sus promesas, se dejan ganar por aquel principio maquiavélico, que el fin justifica los medios.
Sucede con Cartes, que hace tiempo olvidó aquello de la meritocracia como criterio de nombramiento de funcionarios públicos; o su compromiso con la justicia cuando se trata de impuestos al tabaco o la soja, por dar algunos ejemplos. Y también aconteció esta semana –como en tantas otras– en el Parlamento, con la aprobación por parte de los senadores del proyecto que modifica la Ley de Administración Financiera del Estado, que pretende que el Poder Ejecutivo ya no pueda vetar el Presupuesto General de Gastos de la Nación.
Más allá de que por ley no se pueda eliminar una atribución constitucional de uno de los poderes del Estado, como lo indicaron constitucionalistas, se trata de una clara muestra de una ambición desmedida y una normativa poco seria de parte de los legisladores con relación al dinero de la gente. Los senadores saben muy bien que se trata de una medida peligrosa. Es suponer que los políticos, de este y otros periodos, sabrán moderarse a la hora de repartir y administrar plata ajena; es suponer que alguien –más aún en tiempo electoral– tendrá consideración del Estado y de sus ingresos reales, a la hora de incrementar los presupuestos o asignar aumentos salariales con fines prebendarios. Se trata de un abuso por parte de un poder que tiene la atribución, nada menos que de autoasignarse su sueldo sin requerir la aprobación de ninguna institución o autoridad.
Y aquí no es cuestión de propugnar una política inmaculada, donde nadie se comprometa por temor a ensuciarse las manos. Toda acción implica diálogo, consenso y la posibilidad del error. Por ello, en estos meses en que los políticos estarán a prueba más que nunca, vale observarlos sin fanatismos para reconocer lo que realmente son e identificar a aquellos capaces de acompañar propuestas de bien común, dejando de lado los colores, las presiones y las extremas ambiciones.