George Chuvalo está en el centro del ring. Mira fijamente a su rival como si temiera su desaparición. De vez en cuando lanza jabs plomizos, pero nunca antes había enfrentado a alguien tan rápido como Muhammad Ali, quien se mueve en torno a él como una polilla satelital que acecha a una bombilla de luz. Es marzo de 1966. En el ring y fuera de él, es Ali quien está pletórico de luz. Los boxeadores pelean en Canadá, el país natal de Chuvalo. Boxean allí porque Ali está vetado en su país. Se ha negado a ir a la Guerra de Vietnam y quienes financian las grandes veladas no le perdonan eso, como el propio gobierno de su país no se lo perdonará: poco más de un año después de la pelea con Chuvalo, el Gran Jurado Federal lo hallará culpable de evadir el servicio militar, será despojado de su título y pesará sobre él casi cuatro años de prohibición de boxear. “Ningún vietcong jamás me ha llamado nigger”, se justificó Ali con precisión y dignidad indómitas.
Cuarenta y tres años después de aquella pelea que Chuvalo terminó perdiendo por decisión unánime —a pesar de que, según quienes saben de boxeo, mostró la manera en que había que pelearle, y aun cuando mandase a Ali al hospital con los riñones sangrantes y él haya ido a bailar con su esposa—, aquel recordó los quince asaltos con orgullo en el fascinante documental Facing Ali (2009), pero también con perfecto acento sociológico: “Es muy difícil encontrar a un rico que boxee. Si le dan un puñetazo y le sangra la nariz dirá: ‘No quiero ganarme la vida así'". Esto vale para el propio Ali, y para los grandes boxeadores de todo el mundo: el boxeo es acaso el deporte que más referentes con orígenes de clase trabajadora ha producido. Es proletario por excelencia.
Los años en que el autodenominado boxeador “más grande de todos los tiempos” estuvo sin certificar esa denominación (1967-1970), fueron los que se dedicó a ser el deportista de élite más político de todos los tiempos.
Esa fue su gran lección. Ya su amistad con el revulsivo Malcolm X antes del “affaire Vietnam”, lo había convertido en una referencia de la lucha por los derechos civiles de los ciudadanos negros, a la izquierda de Martin Luther King.
En 1996, visitó la Cuba socialista lastimada del “periodo especial”. Llevó medicamentos a los que la isla no podía acceder por el bloqueo norteamericano y visitó sus hospitales. Estuvo sin decir casi una palabra con un locuaz Fidel Castro en el Palacio de la Revolución, en una reunión descripta con maestría puntillista por Gay Talese en Ali en La Habana, en el libro Retratos y encuentros (Alfaguara, 2010).
Ese mismo año, con la antorcha en la mano derecha y la mano izquierda temblorosa por el Parkinson, fue el encargado de encender la pira olímpica en Atlanta.
Sin estar dentro de un ring —en donde fue el boxeador que más cerca estuvo de la experiencia poética—, aquella vez volvió a emocionar a millones, pletórico de luz.