El lumpenaje que asuela Asunción y las principales ciudades del país viene siendo desde hace un buen tiempo el supuesto origen de todos los males que acechan a la sociedad. Se ha instalado el repudio aparentemente generalizado desde los medios y las redes sociales; se han sobreactuado incidentes menores o mayores, y finalmente se ha logrado convertir el asunto en sujeto de la más ardorosa discusión política y social.
De esta manera, una buena cantidad de concejales municipales que aspiran a permanecer en sus cargos, comunicadores con aspiraciones mesiánicas e ínfulas intelectuales, y ciudadanos de modales políticamente correctos y de intenciones pretendidamente altruistas, no han encontrado mejor objetivo de ataques que la triste caterva de mendigos, desdentados, mocosos y discapacitados que pululan por las calles urbanas.
Esos que están buscando el mendrugo o la dosis diaria –o ambas cosas a la vez–, mediante las tareas más indignas, son la inesperada presa de estos moderadores profesionales de la moral y las buenas costumbres.
A nadie se le ocurre pensar que estos marginales que tanto “afean” el paisaje son la consecuencia de un modelo económico que privilegia y hasta celebra la inequidad como única alternativa.
Superado apenas por Haití, el Paraguay es el país más desigual del continente. Y en tanto se sostenga ese modelo, con grandes dosis de desfasaje tributario y muy escasa conciencia solidaria de parte de los sectores que tienen más, será inevitable la molesta presencia de cuidacoches, limpiavidrios y otras especies humanas similares que tanto nos irritan.
En pocas palabras: nos enojamos con la enfermedad, pero nunca con el mal que la causa. Pretendemos erradicar la pobreza mediante decretos, ordenanzas y amparos judiciales, cuando en realidad todos sabemos que la basura escondida bajo la alfombra tarde o temprano volverá a aparecer.
Digámoslo claramente: según el modelo actual, en el Paraguay no hay boom exportador de soja y carne sin deforestación masiva e impune. No existe industrialización sin contaminación; sobre todo si no se respetan mínimamente las leyes ambientales. No hay posibilidad alguna de generar fuentes de trabajo dignas sin freno al contrabando. No hay política incluyente y participativa sin castigo severo a la delincuencia que alimenta y sostiene a la mayoría de los partidos y candidatos.
Se trata de una ecuación imposible: no habrá calles despejadas de andrajosos bichicomes, ni desaparecerán los niños indígenas que duermen bajo los viaductos, mientras sostengamos orondamente uno de los modelos más desiguales del orbe. Así de sencillo.