28 mar. 2024

La ciudad: un derecho

La ciudad en proceso de urbanización no solamente trae consigo progreso, sino también precarización de determinados sectores. A partir de algunas historias, te mostramos qué implica el derecho a la ciudad, a quiénes ampara y por qué surge esta nueva tendencia de lucha en Paraguay.

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Urbes humanas: En la medida que se van realizando obras en las ciudades, es necesario pensar también en cómo insertar a las personas en ellas.

Por: Daisy Cardozo Román | Fotos: Javier Valdez

La ciudad tiene un estilo de vida muy propio, que se representa en el acceso a bienes y servicios básicos. Es decir, una persona que vive en la ciudad puede, por lo general, contar con un celular, tener internet, desplazarse de un lugar a otro en un transporte público o particular. Cuenta con las comodidades básicas, en una casa propia o en alquiler. La escuela, el colegio y la universidad quedan muchas veces a pasos de donde uno vive. En las cercanías tiene una variedad de opciones de comercios, donde puede escoger productos para comprar, según el precio o la calidad. Todos estos elementos y muchos otros más conforman una manera de subsistir.

Pero hay historias que se contraponen al estilo de vida antes mencionado. Y es que, si bien para algunos la ciudad es un símbolo de progreso, para otros es sinónimo de precariedad. Don Julio se dedica a recolectar basura y está convencido de que así se gana mejor que en un empleo formal, y al menos permite llevar el alimento diario al hogar. Myriam se crió y vivió siempre en asentamientos de San Lorenzo, y el acceso a mejores condiciones de vida es su lucha constante. En cambio, Vicenta, del Bañado Sur (Tacumbú), tuvo que enfrentar muchas dificultades para criar sola a una hija, y a pesar de todo espera un día gozar de una casa propia donde vivir tranquila.

Estas son algunas de las muchas situaciones que se desarrollan en paralelo a los avances de la urbanidad. Los asentamientos, barrios informales y bañados son los tejidos que van hilando las brechas de desigualdades sociales. El desarrollo urbano ocasiona indefectiblemente que estos sectores queden al margen del resto de la sociedad. Se trata de lugares donde es común encontrarse con falta de luz, agua, empleo digno o alimento. Quienes viven en estos sitios marginados son excluidos de esos beneficios. Desde este punto de vista es que emerge una nueva reivindicación: el derecho a la ciudad.

Este tema se viene tratando desde hace más de 15 años en foros internacionales de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y en la Organización de Estados Americanos (OEA). Según José Galeano Monti, fundador de la Organización Enfoque Territorial, en Paraguay, en los últimos tiempos se empezó a hablar del derecho a vivir en la ciudad, algo que sin embargo no está establecido en nuestra Constitución ni reglamentado por ninguna ley. “Se trata de estándares, de requisitos mínimos, que básicamente se convierten en derechos a tener en cuenta por más que no estén legislados como tales. Son tendencias a las cuales hay que apuntar para garantizar ciertas cosas”, argumenta.

Pero el derecho a la ciudad no es un planteamiento nuevo. El sociólogo y filósofo francés Henri Lefebvre ya introdujo esa teoría en 1968, anticipándose a los cambios que iba a producir la urbanización en Europa. En el contexto latinoamericano, ese tipo de cambios se observó en las villas de Argentina, las chabolas de Perú y Ecuador, las favelas de Brasil, entre otros. Hoy, después de casi 50 años, la teoría lefebvriana tiene efectos en Paraguay.

Según Galeano Monti, solamente en la capital y el departamento Central (el más pequeño de los 17) vive el 50% de la población paraguaya, foco en el que centró sus investigaciones para exponer esta realidad. Antes, investigadores y académicos enfocaban sus estudios sobre pobreza, en el campo; hoy, lo hacen en torno a la ciudad.

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Trabajo digno

En el asentamiento Divino Niño Jesús, de San Lorenzo, el camino es de tierra, muy ancho, con desniveles que dificultan el andar. Para llegar hasta allí, hay que cruzar unos charcos, de esos que se atraviesan frente a uno sin dejar opciones. Es media mañana, el sol está bien arriba y desde unos 100 metros se divisa caminando a Julio Sosa (55), poblador de un asentamiento vecino, Nuestra Señora de la Asunción.

Llega hasta nosotros y no accede a que lo registremos en fotografías, pero sí nos da la oportunidad de conocer su historia. En su mirada se perciben años de sacrificios a cuestas. Su padre vendió la casa propia de Lambaré, por lo que debió mudarse a una vivienda de alquiler. Pero llegado un momento, ya no fue posible costear los gastos. Entonces, en 1992, un hermano suyo le recomendó ir a uno de los asentamientos sanlorenzanos.

Cuando recién llegó al asentamiento tenía cinco hijos –que hoy ya son mayores de edad–, a quienes crió solo, porque se había separado de la madre de ellos. Antes de eso trabajaba como chofer de una cervecería, pero debió abandonar ese trabajo para dedicarse enteramente a su familia. “Tenía que salir de casa a las 4.00 de la madrugada y por la noche volvía a las 10.00 u 11.00. Si yo seguía trabajando allí, no iba poder dedicarme a ellos, entonces empecé a reciclar”, cuenta don Julio, con la voz un poco entrecortada por la timidez y algunos recuerdos.

Le tocó ser madre y padre a la vez. “Así es siempre que a uno le toca esto, tiene que luchar por la vida”, agrega resignado, encogiéndose de hombros. Cuando ocupó su porción de terreno en el asentamiento, no contaba con ninguno de los servicios básicos. Con el tiempo los fue adquiriendo. No es el único reciclador de la zona, otros 10 vecinos hacen lo mismo.

Don Julio reclama que el Municipio de San Lorenzo preste especial atención a los espacios destinados para dejar la basura que juntan. “Quisimos implementar los containers, para no ensuciar la calle ni pelearnos con los vecinos, pero nos rechazaron”, revela.

El asentamiento donde vive tiene casi 10 años, es un terreno fiscal que hoy pertenece a la Secretaría de Acción Social (SAS). Para gestionar los títulos de propiedad y recibir ayuda estatal tuvieron que conformar una comisión vecinal. Los trámites para la titulación están en proceso, y don Julio está ansioso de que todo salga bien. Otra queja es que la tarifa que pagan por la energía eléctrica no es social, sino residencial, por lo que el costo del servicio es más elevado, superando la capacidad de pago de los asentados. Julio no exige gratuidad, pero sí una tarifa acorde a sus condiciones económicas.

El sociólogo e investigador Galeano Monti sostiene: “Derecho a la ciudad puede ser el acceso a la modernidad, como también a una vivienda digna, a la educación, a vivir en comunidad plenamente, al empleo digno. Es el acceso a todos los derechos”. Teniendo en cuenta esta definición, don Julio queda excluido de estas garantías, así como otras miles de personas. Un informe realizado en el 2016 por Enfoque Territorial reveló que, solamente en el departamento Central, existen 7.195 hogares y 28.822 personas viviendo en asentamientos rurales y urbanos, la mayoría en condiciones de marginalidad.


Myriam Gamarra

Myriam Gamarra


Salud y educación

La idea del derecho a la ciudad consiste en que las personas vivan en escenarios deseables. “Son cientos de miles de personas que hoy realmente no están siendo consideradas o visibilizadas, y por lo tanto, ¿cómo vamos a hacer una política pública de algo que no existe?”, se pregunta José Galeano.

Al igual que Julio, Myriam Gamarra (32) también es de San Lorenzo, pero del asentamiento Divino Niño Jesús. Lo curioso de esta experiencia y de la anterior es que, viviendo en una ciudad, no cuentan con las mismas oportunidades que otros habitantes del mismo municipio. ¿Será porque habitan en la periferia?

Myriam tiene una pequeña familia: vive con su marido y tres hijos. El mayor tiene 14, otro cumplió ocho y el más pequeño apenas lleva un mes de nacido. El bebé llegó al mundo con problemas de salud, por complicaciones en el parto a raíz de una negligencia médica, y estuvo 10 días internado en terapia intensiva, relata ella. Actualmente, sigue un tratamiento con medicación especial, y como tiene el bracito derecho inmóvil, también hace sesiones de fisioterapia cada semana. Hasta el momento los gastos han sido muy elevados. “Nos cuesta mucho conseguir ese dinero. Ahora estamos debiendo como tres o cuatro años de aguinaldo por ahí”, cuenta.

Myriam se gana la vida de manera independiente, haciendo decoración con telas, y su esposo trabaja en un taller de autos. Ellos viven en una pequeña casa de madera terciada con techo de chapas cubiertas con plástico, y piso de tierra. Fue construida sobre una porción de terreno fiscal, que se ocupó entre 2007 y 2008. Todavía no tiene título y tampoco está en gestión. Esta porción de terreno donde habita antes rodeaba a un pequeño lago. Cuentan que fue rellenado con basura, para formar una superficie sobre la cual fuera posible construir casas. Cuando llueve mucho, en su vivienda se acumula agua y tiende a inundarse.

Esta pareja llegó a ese lugar a partir de una ocupación masiva, pero organizada. Nunca han visto casos de desalojo en el lugar y tampoco la policía los ha molestado. De todos modos, reclaman: “El Gobierno no interviene acá, cada uno procura por sí mismo”.

Las personas que viven en los bañados, barrios informales y asentamientos –como Myriam y Julio– deben tener garantizados los derechos que están conectados a la ciudad. Deberían ampararse los derechos a la salud, la educación y la vivienda, manifiesta Galeano.

Vicenta Báez

Vicenta Báez


Lugar habitable

De San Lorenzo nos trasladamos a Asunción, a la zona de los bañados, que son terrenos húmedos, inundables. “Donde hay agua, hay vida": el geógrafo Kevin Goetz toma esta frase y la readapta al contexto nacional: “Donde hay agua, hay pobreza”. De esta manera, este investigador paraguayo-francés vincula las inundaciones con la situación de pobreza.

Llegamos hasta el fondo del barrio Sajonia y se acabó el asfalto, no hay empedrado, vamos bajando por un camino de tierra y, al mismo tiempo, acercándonos a la ribera del río Paraguay. Estamos en el Bañado Sur (Tacumbú), donde el ambiente es amigable. Hay niños y niñas jugando en grupos, descalzos y llenos de algarabía, observados por sus padres, quienes están frente a sus casas. A la izquierda se ve un predio enorme de astillero naval, con algunas embarcaciones. A la derecha, casas con diferentes fachadas, algunas improvisadas, de madera o material, todas en condiciones precarias.

Hace 22 años que Vicenta Báez Cordobez llegó hasta este sitio con su padre, buscando un espacio donde vivir. Habían vendido la casa propia para cubrir los costos del tratamiento de su madre. Cuando ella falleció, con el poco dinero que les quedó, la única opción viable fue ir a vivir al Bañado.

“Era una laguna donde se tiraba basura, no había casas y estaba llena de escombros. Lo que hicimos fue rellenar el terreno. Recuerdo que teníamos una piecita con cocina, la casa era de terciada. Vivíamos ahí entre tres: mi papá, yo y mi hija (que hoy tiene 28 años)”, relata ella.

Tiempo después, Vicenta recibió una casa proveída por la organización religiosa Camsat –que opera en el Bañado–, que tenía un baño y paredes finas de cemento. Pero no resistió a las inundaciones.

La mujer cuenta con orgullo que, años después, ella misma construyó su casa actual, que es de material, y sí aguantó la subida de las aguas. De hecho, sus paredes aún conservan las marcas de las últimas crecidas, por encima del marco de la puerta, que mide aproximadamente dos metros de altura. En esas épocas, las condiciones eran muy difíciles para los ribereños, puesto que debían migrar a refugios, hacer guardias por sus pertenencias y permanecer a la espera hasta que descendieran las aguas.

Si bien el Estado les ofreció otros sitios donde vivir, las condiciones no eran las más adecuadas. “Esos lugares que nos ofrecieron no se los deseo a nadie”, subraya. Para seguir habitando en su casa y en su terreno, gestiona un permiso en la Municipalidad.

La inseguridad de la zona le hizo perder un empleo a su hija, quien optó por abandonar su trabajo debido al peligro que corría transitando por allí en horarios nocturnos. Y aunque está en permanente búsqueda, se le está haciendo difícil volver a encontrar otro. “La gente dice por nosotros –los bañandenses– que no queremos trabajar y no es eso: trabajamos más que cualquier otra persona, 12 horas al día, pero no ganamos lo que corresponde”, reflexiona.

Así es la vida en la periferia de la ciudad capital. Ahí, donde –como en los asentamientos– está ausente el Estado.

Si tuvieran la oportunidad de ser escuchados por el Gobierno, ¿qué le pedirían? Vicenta, Julio y Myriam coinciden en sus respuestas: por sobre todo, tener la posibilidad de habitar en una vivienda digna, contar con las mismas oportunidades que los otros habitantes de la ciudad, participar en las decisiones comunitarias y contar con los servicios indispensables que hacen a una mejor calidad de vida.

Sin dudas, quienes integran un sector desfavorecido y exento de garantías como este, son excluidos de su rol de ciudadanos. El derecho a la ciudad debe ser de todos, porque si no, ¿cómo vamos a crear ciudadanos con derechos plenos?, reflexiona José Galeano Monti. Una tarea para pensar y mucho por hacer, para lograr políticas reales más inclusivas.

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Pensar en la gente
José Galeano Monti asegura que el derecho a la ciudad no está contra el progreso, sino contra la falta de planificación política, refiriéndose a los desplazamientos de comunidades que se producen para poder ejecutar grandes obras de infraestructura. Con el crecimiento urbano que se va dando, también es necesario pensar en cómo insertar a las personas.

El sociólogo e investigador comenta que el caso del Bañado Norte, por ejemplo, no tuvo en cuenta a la gente, porque quienes estaban asentados allí fueron desalojados para la ejecución de obras y reubicados en Itauguá. “Los llevaron a un lugar recóndito que está ubicado a dos o tres kilómetros de la ruta principal, sin acceso a todos los servicios de los que estamos hablando. La gente pierde horas de su vida, se queda sin empleo o sin el trabajo que estaba realizando”, lamenta y resalta que estas cuestiones requieren de una planificación pensada en la persona.

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De asentamiento a barrio

Hoy, el exasentamiento Marquetalia es conocido como el barrio 26 de Febrero. Lleva ese nombre en honor a la fecha en que fueron ocupadas 42 hectáreas de tierra en San Lorenzo, en 1989. Según datos de la Secretaría de Acción Social (SAS), este lugar logró constituirse en un barrio gracias a la participación y el involucramiento de los asentados, bajo un proceso de integración. “Todo cambió, el barrio está renovado. Las personas que vinieron al principio cambiaron su estilo de vida, ya tienen casas propias”, explica Rosalba Ayala, directora de la escuela homónima del barrio, donde lleva 17 años como docente, y ha podido observar las transformaciones. “Ya no hay precariedad aquí, la mayoría tiene la posibilidad de salir adelante. Claro, siempre hay excepciones, pero son mínimas”, aclara. 26 de Febrero es un modelo de barrio donde los asentados apostaron a la participación comunitaria para generar los cambios. ¿Será esa una clave para comenzar a lograr mejores condiciones de vida?