En El tambor de hojalata (1959), la novela de Günter Grass, Oskar es un niño que a los tres años decide unilateralmente dejar de crecer, asqueado del mundo adulto. Se dedicará de ahora en más a enjuiciarlo, al ritmo de su tambor y de su voz vitricida. Su presunto padre es Matzerath, un anodino tendero que se afilia al Partido Nazi en su ciudad, la entonces polaca (como hoy) Danzig, anexionada por Adolf Hitler en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial. Matzerath ama la música vital y libertaria de Beethoven. Tiene un retrato del compositor colgado en un lugar preferencial de la casa. No es casual que el habitante de esa pared sea Beethoven, quien al enterarse de la autocoronación de Napoleón como emperador en 1804, al publicarse la partitura dos años después le extrajo su dedicatoria de la Sinfonía Nº 3, la llamada Heroica.
Pero aun así, en medio de la fiebre etílica del orgullo fascista cebado del miedo al comunismo y del desprecio a los judíos, seducido por la doctrina de la “seguridad” interna por sobre cualquier derecho humano universal, Matzerath reemplaza su fervor beethoveniano por la promesa hitleriana. En una escena cargada de simbolismo, descuelga el retrato de Beethoven y lo reemplaza por uno del Führer. Es la imagen de las clases ilustradas empeñando su preciado patrimonio artístico por la tentadora oferta mesiánica de Hitler.
Cada tanto, la deriva fascista —que no es otra cosa que el capitalismo en crisis y amenazado— ofrece esas monedas de cambio que anulan el legado de su propia Ilustración —crítica e ironía— por la vía del miedo. La tambaleante herencia de la democracia liberal post Segunda Guerra Mundial que se llama derechos humanos suele ser la moneda preferida que el acechante fascismo eterno exige como sacrificio por más seguridad, para contrarrestar la inseguridad social que ella misma ha creado y alimentado. En su radicalización represiva —cuya alienación permea no solo ya a las clases altas e ilustradas, sino también a la de los trabajadores—, esta oferta confunde a veces hasta al más informado, al más formado. Siempre por la vía del miedo.
El temor y la estigmatización del comunista que se operó en la Alemania hitleriana (y en las dictaduras del Cono Sur) tienen en el siglo XXI, y en Paraguay, su continuación en el temor y la estigmatización del pobre. El pobre organizado: el peor de todos. Así de genérico es el miedo contemporáneo azuzado por los medios de comunicación y promovido por las dirigencias políticas conservadoras.
Esas dirigencias suelen insistir, con testadurez reaccionaria, en el reemplazo del retrato de Beethoven por otro que promete protección a base de conculcación de derechos civiles. Sepamos, como Oskar, que cuando esto sucede estamos ante una señal de la amenaza histórica de la barbarie totalitaria.