Creo que la cultura libresca de una ciudad puede medirse por el tamaño y la cantidad de librerías que ostenta. El tamaño de la población es un factor importante, pero no determinante. La ciudad puede ser pequeña, pero sin embargo contar con grandes ventas de libros, pues sus pobladores en promedio son lectores consuetudinarios. Eso lo he visto en Rosario, Córdoba, Corrientes (Argentina) y, por supuesto, ni hablar de capitales como Montevideo, La Habana, Buenos Aires, México, Santiago de Chile y Caracas.
Sin embargo, el mejor termostato son las librerías de segunda mano, donde uno convive con miles de lectores que atesoraron esos amarillentos textos que ahora buscan otros dueños. La experiencia es mucho más excitante que cuando se está frente a los organizados estantes de relucientes y olorosos libros recién impresos. Las librerías de usados ofrecen en su desordenado y apurado apilamiento de volúmenes la oportunidad de ejercitar la serendipia, ese fenómeno que se da cuando uno busca algo y, sin embargo, encuentra otra cosa totalmente inesperada. Claro que a esto se suma la oportunidad de hallar títulos ya agotados u otros cuyos precios son mucho más baratos que si los compramos nuevos.
El maravilloso acto de búsqueda minuciosa es al mismo tiempo un repaso por bibliotecas que alguna vez fueron privadas y ahora se han atomizado; se aprecian miles de opiniones al margen, regalos con dedicatoria que luego serán despreciados yendo a parar a estantes para bibliófilos rapiñeros, e incluso títulos autografiados por el mismo autor a un lector que lo admiraba pero lo tuvo que vender por un apremio financiero. Las librerías de segunda mano son como cloacas donde van a parar desperdicios que unos voraces buitres atesorarán como pepitas de oro; son un muestrario ejemplar de lo que es una ciudad con habitantes que alimentan algo más que sus estómagos.
Escribo todo esto inspirado por y desde Lima, ciudad que por primera vez visito. Por supuesto, no perdí la ocasión y a unos ocasionales y en extremo amables amigos limeños pedí que me lleven a una librería de usados. No duraron un segundo y me condujeron hasta la feria de la calle Amazonas. Aquello era un monstruo, un maravilloso monstruo que con una simple exhalación de mugre y humedad me dejó sin aliento. Docenas y docenas de puestos apilados, cada uno a su vez apilando miles de libros. Aún estoy azorado; jamás vi algo igual. Hoy lunes, la visitaré por tercera y última vez. No la he recorrido ni en un 10%, pero los pocos soles que me quedan los gastaré comprando sus tesoros, y por ultimo me daré una vuelta completa por todo ese impresionante laberinto. Si algún temblor limeño me agarra desprevenido espero sea en ese lugar en el cual moriré con una sonrisa aplastado por miles de polvorientos libros.