En la víspera del comienzo del rodaje de la octava película como director solitario de Federico Fellini, al italiano le asaltó la mortal certeza de que no tenía una historia que contar. Se dio cuenta de que hacía meses estaba vacilando alrededor de un material que ni siquiera había llegado a la forma de un guion serio. Con el fondo artero del sonido de los martillos de los carpinteros que trabajaban en la construcción del set de la nebulosa película, se dispuso a escribir una carta al productor Angelo Rizzoli: abandonaría el proyecto. "¿Por qué quería retirarme, mandar todo a paseo, escaparme? ¿Qué había sucedido? Solo esto: ya no recordaba qué significaba la película que quería hacer”, le contó en 1983 al crítico cinematográfico Giovanni Grazzini.
Pienso en este impulso de honestidad creativa, luego de haber visto la más reciente película de un director de cine que solía admirar, Alejandro González Iñárritu, responsable de ese tríptico brutal sobre el sentimiento trágico de la vida (Amores perros, 21 gramos, Babel) que constituyeron sus colaboraciones con el guionista, también mexicano como él, Guillermo Arriaga.
En The revenant (El renacido) González Iñárritu sucumbe al horror vacui, a la tentación de llenar el vacío con pura decoración, con la falta más absoluta de espesor poético, aún cuando logra prodigios técnicos como en ese comienzo que tanto le debe a Rescatando al soldado Ryan. Lo seduce la marca por excelencia del cine contemporáneo, concebido más como un apéndice del agronegocio (la venta de pororó) y el merchandising, que como arte e incluso entretenimiento. El “argumento": a principios del siglo XIX, una expedición en el Oeste estadounidense comandada por Hugo Glass (Leonardo DiCaprio) es trágicamente desmantelada por una agresiva tribu indígena. En la huída, Glass es atacado por un oso y queda maltrecho. John Fitzgerald (Tom Hardy) maniobra para que lo que resta de la compañía se deshaga de Glass, abandonándolo a su suerte. Lo que sigue es una indigerible y manida historia de venganza, un oda al lugar común como no había hecho un director respetado por sus historias. Es que allí radica la estafa de The revenant: no hay historia, ni siquiera una que entretenga, según el evangelio del Hollywod más plástico.
Al habérsele ocurrido esta película, a Iñárritu –como artista– tenía dos opciones: firmar una obra maestra, como hizo Fellini con Ocho y medio, al reconvertir su no-historia en una reflexión y una catarsis sobre el drama de un director sin película; o terminar de escribir la carta que Fellini no envió a su productor, y librarnos así de una simple y llana película más.