07 may. 2025

De autopistas y la gente

La mayoría de la gente se somete mientras la minoría que se desplaza en automóvil se apropia de la casi totalidad de las inversiones públicas destinadas a la movilidad urbana.

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Antipersonas. Vecinos del barrio olvidados por el “progreso”. | Foto: Unidos x Nuestros Barrios, Ñu Guazu/ Facebook.

Luis Alberto Boh | Arquitecto

En los ya lejanos inicios de los 60, la periodista, intelectual y activista social Jane Jacobs inició un movimiento cuando el planificador Robert Moses propuso la construcción de una autopista elevada, la Lower Manhattan Expressway, en Nueva York. Este proyecto significaba la demolición de barrios históricos y la expulsión de alrededor de unos 10.000 habitantes. Eran dos posiciones antagónicas: Robert Moses concebía la ciudad basada en el automóvil. Jane Jacobs sostenía que la ciudad es para la gente, no para los autos.

Más de medio siglo después, cientos de millones de dólares se están destinando en decenas de ciudades alrededor del mundo para demoler autopistas –no pocas de ellas concebidas como circunvalatorias costeras, otro anacronismo perjudicial que aquí se aplaude– y recuperando esos espacios para la ciudad y usos de las personas, y ganar así calidad de vida urbana para todos, en vez de comodidad para los automovilistas.

Exactamente en el sentido inverso, la autopista de Ñu Guasu fue saludada como una muestra de progreso para facilitar el acceso hacia el centro de Asunción. Desde luego, no se aclara que es para facilitar el acceso de los automóviles individuales, y ese hecho merece ser analizado, mucho más allá de los hechos que ganaron notoriedad: los del cruce peatonal y si terminará siendo autopista o avenida.

Por qué facilitar el uso del automóvil es un atraso, no desarrollo

El automóvil individual es el medio más ineficiente de movilidad, además de ser el principal contaminante y devorador de los espacios urbanos en general y de las vías públicas en particular.

El 75% de los autos lleva un solo pasajero. El automóvil usurpa el 80% de las vías públicas urbanas, en detrimento de otras formas de movilidad más eficientes, menos contaminantes y más democráticas.

Conviene no olvidar aquí que el costo de esas vías públicas lo pagamos todos los contribuyentes.

Estas cifras no son percepciones caprichosas o subjetivas: son resultado de estudios realizados en centenares de ciudades de todos los tipos alrededor del mundo y, además, fácilmente comprobables en la práctica.

La de los automovilistas es la típica minoría que se atribuye a sí misma la representatividad de la mayoría, y que habla en nombre de una supuesta conveniencia de la ciudad que en realidad es solo su conveniencia particular. A eso contribuye, desafortunadamente, el aporte entusiasta de algunos que otros periodistas estrechos y poco cultivados para quienes el mucho viaje no suple la inteligencia.

La ignorancia y la desinformación –al margen de la inexistencia de un debate serio y actualizado sobre el tema por parte de quienes deberían situarlo en la agenda pública– son factores que mantienen esa percepción, a la cual la mayoría de la gente se somete mientras la minoría que se desplaza en automóvil se apropia de la casi totalidad de las inversiones públicas destinadas a la movilidad urbana.

Esa lógica solo conduce al desastre y la dilapidación del dinero del contribuyente: está demostrada matemáticamente la paradoja –y el sinsentido que implica– de la demanda inducida. Cuanto más se expande y mejora y más se invierte en infraestructura vial que privilegia solo el automóvil individual, más crece su afluencia, con lo que prontamente vuelve a ser insuficiente el espacio liberado para el mismo, volviéndose necesarias más inversiones para responder a la demanda, y así, hasta el colapso.

¿Sin sentido? Sí, y magistralmente ilustrado por el legendario sociólogo, historiador y urbanista estadounidense Lewis Mumford, en sus obras de primera mitad del siglo pasado (aunque The Highway and the City es ya del 63, justamente de los años de la movilización promovida por Jane Jacobs): “Aumentar el número de vías de una autopista para reducir la congestión vial es como aflojar el cinturón para resolver la obesidad”.

Los resultados de la falta de políticas sostenibles de movilidad urbana

Un indicador de la ausencia de políticas públicas serias es el hecho de que el debate sigue cautivo de categorías anacrónicas o extraordinariamente limitadas (como la del tránsito, por encima de la de movilidad urbana) y prioridades superficiales y rudimentarias, como la de facilitar el acceso al centro.

En todos los países –y ciudades– que desarrollan políticas de movilidad urbana –y metropolitana– inteligentes, ambientalmente responsables y de largo plazo, las inversiones apuntan a otro lado: en vez de facilitar el acceso al centro’ por parte de los automóviles individuales, lo que se hace es incrementar un transporte público eficiente y de calidad, e instalar infraestructura para garantizar y volver atractivo el uso de la bicicleta.

En las ciudades inteligentes lo que se hace es desalentar el ingreso del automóvil a sus áreas centrales, históricas o de valor patrimonial y social, como los frentes costeros. Aquí se hace exactamente al revés.

Las ciudades que están a la vanguardia en los estándares de calidad de vida urbana invierten para las mayorías, no para una minoría. Estas ciudades buscan revertir –y lo hacen con inversiones reales y con obras de calidad– el saqueo y apropiación de las vías públicas por parte del automóvil individual, para hacer que estas tengan un uso más sustentable, más equilibrado y más equitativo, fomentando prácticas de movilidad urbana saludables, más diversas y democráticas. Esa es la verdadera racionalidad.

En la multimillonaria inversión que representó al autopista de Ñu Guasu no se pensó más que en el automóvil. Ese proyecto subestimó a la gente y muestra no haber tenido en cuenta otras formas de movilidad que sean más democráticas, ambientalmente responsables y económicamente más justas. Es decir, se careció inclusive de un sentido básico de racionalidad y de la capacidad de buscar el mayor impacto positivo para la inversión realizada.

El diseño –y las políticas de gestión de la autopista, algo en lo que no suele pensarse, como si bastara que las vías se construyan sin que nadie se haga cargo de administrarlas– no incorpora como parte del proyecto un sistema de transporte público colectivo de calidad, con sus carriles preferenciales y sus dársenas, diferenciando quizás una línea directa o semidirecta de otra con detenciones a distancias menores, pero mayores que las distancias en zonas densamente urbanizadas.

Por supuesto, tampoco previó una bicisenda, algo que hoy día es elemental para un caso como el que presenta esta vía metropolitana, desperdiciando de la manera más lamentable una preciosa oportunidad de dar un paso –aunque sea mínimo– hacia la modernidad.

Se privilegió –vale insistir– facilitar el acceso al centro de Asunción. Para los autos. No hubo capacidad para mirar un poco más adelante, de pensar en el futuro, de pensar en la calidad de vida urbana de la mayoría.

Con estas medidas, en vez de desarrollo –en el sentido más profundo y de mayor alcance de este término–, lo que tenemos es atraso, puesto que perdimos la oportunidad de invertir para la mayoría y para formas más equitativas y saludables de movilidad urbana, consolidando en cambio hábitos y modalidades que en otros lugares se están replanteando y revirtiendo de manera radical: probablemente no haya peor forma de atraso que la de invertir en el sentido contrario al del verdadero desarrollo. Y está claro aquí que desarrollo no es tapizar con más asfalto y meter más autos al centro de la ciudad. En todo caso, es lo que muchos ignorantes y desinformados interpretan como ‘progreso’, una suerte de simulacro del desarrollo, con fecha de vencimiento a la vista.

Cruzar o no cruzar, esa no es la cuestión

En vez de pensar qué tipo de vía estamos planteando, nos dedicamos a discutir si la cruzamos o no. En vez de pensar en las causas, discutimos sobre los efectos. Después nos preguntamos por qué somos un país atrasado. Y nadie sugiere que haya habido mala fe, intención de dolo ni fraude y, sin duda, que todo está planteado con la mejor buena intención. Pero las buenas intenciones no bastan: de ellas, dicen, está empedrado el camino al infierno.

El problema es qué tipo de autopista tenemos. Y en cualquiera de las circunstancias, aumentar y mejorar las posibilidades de cruce peatonal a desnivel, e incluso, dado el caso, considerar puntos de cruce peatonal a nivel con semáforos manuales, como ocurre en otros lados donde hay vías rápidas en áreas urbanizadas. Es un derecho insoslayable de los peatones, que no puede escamotearse en nombre de un pretendido progreso cuya única versión aceptable pareciera ser la del automóvil.

En esa visión, anclada en la cavernaria convicción de la supremacía del automóvil individual, se olvida que en realidad los puentes o túneles peatonales son infraestructura para el automóvil y a la medida de este, ya que le facilita su flujo continuo e impone un esfuerzo adicional a los peatones; no es infraestructura para las personas ni a escala de las personas.

Por último, volviendo a Jane Jacobs: su exitosa cruzada dio lugar a un cambio en la forma de comprender la ciudad y de implementar intervenciones físicas en ella, buscando evitar los factores de segregación y de ruptura del tejido barrial, y de los vínculos y redes de socialización en el espacio urbano, puesto que es ahí donde reside el sentido de pertenencia e identidad que da riqueza y valor a la vida urbana.

A partir de ahí también se comprendió que cuando se realiza una obra de infraestructura vial, esta debe aportar mucho más de lo que resta, incorporando medidas que reduzcan al mínimo su impacto negativo –no basta con cruces a desnivel– y, sobre todo, que para que gane legitimidad social, su destino debe privilegiar aquellas modalidades más eficientes de movilidad, centradas en elevar la calidad de vida de la mayoría y no la comodidad de una minoría.

El día que comprendamos eso, y que las inversiones que se realicen sean consecuentes con básicos principios de equidad y racionalidad, podremos empezar a hablar de verdadero desarrollo.

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