19 abr. 2024

“Venía del interior del país, no tenía parientes y mis únicos amigos fueron los taxistas”

Descendiente de un colono inglés, aunque no reconocido. Al quedar huérfano vino a Asunción. Aprendió desde muy chico a defenderse solo en el mundo adulto. Hoy, solo una afección en la vista pudo sacarle de su pasión: Ser taxista.

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Después de 56 años de trabajar como taxista, hace cinco meses tuve que dejar de manejar por una intervención que tuve en la vista; pero no pierdo la esperanza de volver algún día.

Soy Virginio Giménez, tengo 73 años de edad. Trabajé más de medio siglo como chofer de taxi en el centro de Asunción y tengo infinidad de anécdotas que podría contar, pero empezaré por el inicio.

Provengo de una familia no consolidada, del interior del país. Mi padre biológico fue un colonizador inglés, quien junto a un grupo importante de extranjeros fundaron la comunidad denominada Nueva Londres, ubicada en la ciudad de Coronel Oviedo, Departamento de Caaguazú.

El nombre completo de mi papá era, según me contaron, Cecil Archibald Butterworth Johannes. En ese grupo de inmigrantes había ingleses y australianos. Habían llegado buscando asilo político.

En su mayoría eran hombres, por lo que decidieron formar familia con mujeres paraguayas y tener hijos mestizos. Además, como la atención era muy buena y gente cálida, se enamoraron del Paraguay y de sus mujeres; por eso tuvieron más de una pareja, incluido mi papá.

A mí me comentaron que mi padre llegó a tener 22 hijos –con tres mujeres– y uno de ellos fui yo. Lastimosamente no fui reconocido, pero igual mis hermanos saben de mí y de a poco nos vamos conociendo entre todos y saben que también llevo su sangre, a pesar de portar otro apellido.

Me gustaría alguna vez llegar a conocerles a todos mis hermanos de sangre, quienes están esparcidos por diferentes puntos del país y algunos están afuera. La mayoría vive en Caaguazú, en Ciudad del Este, Asunción, San Lorenzo. Algunos están en España, Estados Unidos y Australia.

Temprana orfandad

Mi mamá se llamaba Dionisia Martínez. Cuando tenía cuatro años falleció mi madre y fui dado en adopción a una pareja que vivía en Asunción. Mi hogar ya era otro, a partir de entonces el ambiente donde me empezaba a desplazar era distinto y más peligroso.

Entré en la escuela Virgen del Carmen, donde terminé el 6° grado. Al lado de ese centro educativo estaba una institución llamada Cambridge, que había sido era de mi prima de parte de mi padre verdadero. Entonces me ofrecieron seguir mis estudios y logré finalizar hasta el 1er. curso.

Muchos me preguntan cómo hice para llegar a ser taxista. Bueno, mi hermano mayor adoptivo fue policía en tiempos de Alfredo Stroessner y debía ir mensualmente a retirar víveres de la Comandancia y, para no pagar pasaje, usaba un uniforme especial; uno que solo lo usaba en las fechas del retiro de insumos.

Segunda familia

Desde muy pequeño empecé a andar por la calle; pasaba por las plazas y los que me empezaban a hablar eran los taxistas, fueron mis grandes amigos de infancia y adolescencia.

Cuando culminé el cuartel me dieron la opción de trabajar. Empecé como lustrabotas, limpiavidrios, luego avancé un poco y trabajé en la Casa de las Balanzas; fui contratado en la empresa Súper Frío, donde se armaban y vendían heladeras comerciales. Fui cobrador y con lo que juntaba compré mi primer auto.

Con mi primer vehículo me inicié de taxista y ya no me bajé del taxi hasta hoy.

Soy uno de los más antiguos taxistas, al igual que muchos de los que formamos APTA (Asociación de Propietarios de Taxis de Asunción). Hace menos de siete años integramos la Cooperativa de Taxistas.

De joven pasé días de mucho frío, otros con mucho calor, pasé hambre y penurias porque venía del interior del país y no tenía parientes a quien recurrir; mis únicos amigos fueron los choferes (taxistas) y ahí me nació el amor por este oficio que llevo en mi corazón.

Después de 56 años de trabajar como taxista, hace cinco meses tuve que dejar de manejar por una cirugía en la vista; pero no pierdo la esperanza de volver algún día.

Gajes del oficio

Entre tantas anécdotas, les cuento que al menos dos veces me asaltaron mientras estaba de servicio de taxi. Me hirieron hasta el punto de un corte en el cuello; se llevaron lo poco que tenía, me ataron las manos, me hicieron acostar en el asiento. Lo que más rescato, y le doy gracias a Dios, es que no me mataron, pero quedé con secuelas de ese día.

Pero la más simpática anécdota que tengo ocurrió hace mucho cuando un jovencito subió, o al menos creí que lo hizo, con una guitarra. Recuerdo que lo primero que vi fue una guitarra, después escuché –sin mirar el retrovisor– que alguien cerró la puerta trasera. Entonces aceleré, no hizo falta charlar por el camino con el pasajero porque conocía el destino que me había indicado. Al llegar, giré y estaba solo la guitarra. El pasajero, de dónde. Después llegó el tipo y quedó eso como un acontecimiento jocoso.

Aunque ahora no trabaje, igual me levanto a las cuatro de la mañana. Leo mi diario sin falta todos los días, porque mi nieta que es periodista siempre me trae un diario, a veces se olvida y al día siguiente me trae, a falta de uno, dos periódicos, del día y el que no me trajo. Mientras leo, acompañado de mi mate, veo pasar los autos y me digo en mis adentros: Daría todo por volver a trabajar y sentirme útil para mí y mi familia.

En los años de trabajo conocí a tanta gente, conocí sus historias porque fuimos los primeros sicólogos en la vida de miles de personas, los escuchaba y, por qué no decirlo, los trataba de aconsejar.

Achaques del tiempo

En cuanto a mi cuadro médico, puedo contar que hace más de 15 años fui diagnosticado con diabetes tipo 2 insulinodependiente.

Este tipo de diabetes es muy común. Lo bueno, al menos en mi caso, y es lo que más resaltan los especialistas aquí en nuestro país, es que como corre por mis venas la sangre pura extranjera, la cual heredé de mi padre, puedo decir que se sobrelleva muy bien. Lo que a un paraguayo lo lleva a un coma diabético, a mí apenas me tumba.

Hay días en que alcanzo 450 o 500 de glicemia porque me alimento en exceso y suelo pasar los límites, pero yo me siento muy bien, solo cuando baja mi glicemia siento que voy a desmayarme, pero como un caramelo y me basta.

A pesar de todo, tengo la satisfacción de haber formado una familia: Tengo dos hijos, siete nietos y dos bisnietos.

Quiero dejarles un consejo a los jóvenes: Supérense cada día, no decaigan y si se caen vuelvan a levantarse con más ganas de salir adelante.

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