Por Mark Heinrich, de REUTERS
VIENA, AUSTRIA
Muchas personas recuerdan la noche en que cayó el Muro de Berlín, pero menos la marea humana que hizo historia cinco días antes.
Cuando alrededor de un millón de alemanes del Este inundaron Berlín del Este pidiendo elecciones libres el 4 de noviembre del año 1989, nadie pensó que el Muro iba a ser derribado por eufóricas multitudes unos días después.
Pero la marcha y el mitin en la vasta plaza Alexanderplatz, un desafío sin precedentes para un duro régimen comunista trastornado por las reformas del entonces líder soviético Mikhail Gorbachev, fueron los precursores inmediatos de la caída, al menos en retrospectiva.
Mientras escribía febrilmente en mi anotador, miré con nerviosismo a mi alrededor, esperando que la “Vopo”, la Policía del Pueblo de uniforme verde, viniera a dispersar el mitin con sus porras y arrestos masivos, fieles a su deber.
Pero esa vez eran pocos, y aguardaban pasivos al margen. También podían verse algunos agentes de seguridad civiles del Stasi, aunque eclipsados.
Porque esto ya no era un grupo de disidentes aislados en un mar de intimidante conformismo. Era un tsunami de democracia popular, superando toda noción de represión estatal.
TODO ESTUVO BLOQUEADO. De todos modos, los helicópteros de la Policía sobrevolaban el Muro y las fuerzas del orden bloqueaban a todo aquel que se acercara a la Puerta de Brandenburgo a menos de un kilómetro de distancia, en caso de que hubiera una huida masiva a través de la frontera.
Los manifestantes pegaron miles de pósters en los sombríos edificios estatales. Un mar de coloridas pancartas, una banda de música en un vagón y gente saludando desde los balcones de sus departamentos componían un aire festivo, por primera vez sin miedo.
Dos incondicionales de la élite comunista, el ex espía Markus Wolf y el jefe del partido de Berlín del Este Guenter Schabowski, intentaron hablar a la multitud, pero se encontraron con un desprecio generalizado. “Es demasiado tarde”, gritaban los manifestantes.
Para el régimen, el tren había partido de la estación. Una pancarta lo resumió bien: “La gente dirige, el Partido renguea detrás”.
El 9 de noviembre, me enviaron a Varsovia para cubrir el viaje de reconciliación de posguerra del canciller de Alemania Occidental Helmut Kohl. Al anochecer, el Muro cayó, sorprendiendo a Kohl y a todo el mundo.
En una salvaje rueda de prensa en medio de la madrugada en Varsovia, un grupo de periodistas reclamó a Kohl que interrumpiera su visita a Polonia y regresara a Berlín. Y que se los llevara con él para cubrir una historia mucho más importante.
Kohl regresó al día siguiente para regodearse con el primer destello de la reunificación alemana, que se consumó 11 meses más tarde.
Para mi disgusto, yo recibí la orden de quedarme en Varsovia esperando que Kohl reanude su visita.
LOS CAMBIOS DESPUÉS DE LA CAÍDA. Cuando regresé a Berlín el 14 de noviembre, la ciudad se había transformado: decenas de personas cruzaban a Berlín del Oeste a través de las nuevas aperturas en el Muro.
En las semanas siguientes, mientras los titanes comunistas se sentían como dominós en el torbellino democrático, el grito distintivo en las calles pasó de “Wir sind das Volk” (somos el pueblo) a “Wir sind ein Volk” (somos un pueblo).
Es decir, una Alemania. Fui testigo del más raro de los eventos: una revolución sin disparar un solo tiro.
Un fin de semana largo al verano siguiente, en los últimos días de Berlín del Este, di la vuelta a los 160 kilómetros de largo del Muro, junto a la pavimentada “franja de la muerte” en la que fueron baleadas tantas de las personas que intentaron escapar.
Pasé por los mismos espacios de entrada y salida del este y oeste de Berlín y aquel tiempo en que tuve que esperar con pasaporte y visa en mano para hacer esos mismos pequeños viajes ya parecía algo del pasado.