“Mba’éichapa peikomi?... Mba’eichapa oî Fulano ha Fulanito ha Fulanita...”. Y así fue preguntando la prima que llamó a casa desde el famoso “interior” del país –término que, por cierto, resonó con fuerza tras esa llamada telefónica como sinónimo de alma o conciencia–.
Me impresionó la ternura de esta prima que llamó a preguntar, nombre por nombre, por cada uno de sus queridos familiares del “exterior” asunceno, a quienes casi nunca puede visitar desde su lejano valle. Hace años que no nos vemos, pero su interés, su tono confiado y su sincera alegría al saber del bienestar de cada uno, produjeron un efecto alentador en mi ánimo.
Tanta es la fuerza de un gesto gratuito y auténtico. Esa llamada interrumpió un coloquio algo denso sobre el tema de la violencia social que se expande y profundiza, y a cuyas raíces tratábamos de llegar con unos amigos.
Es difícil hoy instalar preguntas realistas sobre este tema copado por una suerte de relato interesado, cuya conclusión es prejuiciosa y desalentadora para la familia como institución básica. Ciertamente, hay violencia en muchas familias, hay problemas de comunicación, hay problemas económicos, hay egoísmo, hay soledad y hay miedo. Todos los miembros estamos afectados. Esta situación es caldo de cultivo de la violencia, sin duda. Pero ¿es la solución que la familia ceda su espacio y misión al Estado y a las oenegés que se autoperciben como expertas en el tema por saber manejar estadísticas y un lenguaje persuasivo? ¿Cómo confiar la guía moral de nuestra sociedad a los financistas del control poblacional, que a nivel global están poniendo de moda un discurso antifamilia y presionan a los gobiernos a aceptar sus condiciones para recibir ayuda monetaria a cambio?
La violencia es una fiebre alta que nos indica que el cuerpo social está enfermo. Pero debemos diagnosticar bien para discernir la cura porque, a veces, una medicación inapropiada puede ser peor que la enfermedad. ¿No será que falta levantar las defensas?
A todos nos duele o, por lo menos nos incomoda enfrentar este tiempo de crisis y contradicciones, donde por un lado aumenta la presión sobre los matrimonios con hijos, sobre la misma institución familiar y, por el otro lado, disminuye el necesario apoyo que la sociedad le debe a su grupo primario más importante. No faltan la hipocresía y la mentira que también esconden otros tipos de violencia ideológica.
Algunos hablan hoy de hacer cambios estructurales, de una revolución que derribe “el mito” de la familia como base social, porque la relacionan con la violencia, pero observamos desde hace años que esta revolución no va de abajo para arriba, sino que se trata del intento de imposición de una verdadera reingeniería social que desestima el valor objetivo de la familia como colchón humano, donde la persona puede desarrollar virtudes y sentirse acogida. Se habla hoy de individuo y Estado, sin instituciones intermedias; pero, cuidado, en lugar de esas instituciones intermedias se empoderan grupos aún más ajenos al destino de cada persona que solo nos toman como nombres y números en documentos, programas y estrategias despersonalizadas.
Saber esto, comprender esto, sin embargo, no es suficiente. Porque el poder, por muy financiado que esté, no puede contra la fuerza interna de la verdad. Si la familia encontrara un cauce para nutrirse de nuevo en este tiempo de crisis, sin duda, se robustecería de nuevo y podría dar los frutos de bienestar y equilibrio que la sociedad reclama contra la violencia. Quizás sea hora de un reinicio, de manifestar “el poder de los sin poder”, como reclamaba con genialidad Václav Havel, desde la disidencia checa contra la tiranía comunista.
En su famoso ensayo, Havel dio las claves para salirnos del discurso políticamente correcto y escapar de las garras del poder, mediante el seguimiento de la voz de la conciencia. De nuestro interior debe surgir esa palabra verdadera, que “ilumina, despierta, libera”, porque es humana, es real. Creo que eso fue lo que despertó la llamada de mi prima. Saber que esa forma de vivir y mirar la realidad es posible.