El estudio, el pensar, el leer, el meditar y el reflexionar son esenciales. Los griegos acuñaron el término “ocio creativo” u “ocio productivo” a esos momentos donde aparentemente no hacemos nada y sin embargo nos permiten después hacer mejores cosas, o como mínimo, evitar errores.
A partir de ahí hemos venido perdiendo la idea de dialogar. A falta de conocimientos e ideas, no escuchamos al otro y preferimos la agresión, o la omisión. Otra vez: El diálogo –así como el sueño o la meditación– es ineludible para que nuestro cerebro conceptualice, funcione en el análisis, en los aprendizajes y en la formulación de propuestas. Nos hemos enamorado de las votaciones para no hablar, para no conciliar.
Votar es un irremplazable y útil mecanismo para un sinfín de gestiones, aunque en muchísimas otras debe ser la última alternativa porque al darse vencedores y vencidos es muy común que en las tareas posteriores la armonía esté ausente.
Nuestros problemas de comunicación se han adjudicado a los impactos tecnológicos y a la velocidad que la vida actual exige. Sabemos que no es así. Depende de nosotros evaluarnos, hacernos exámenes de conciencia y determinar si nuestro comportamiento en todos los ejes de relacionamiento es el adecuado: ¿Pagamos bien a nuestros colaboradores y proveedores?, ¿cumplimos nuestras promesas de calidad con clientes?, ¿estamos cuidando nuestra comunidad, nuestro barrio?, ¿apoyamos a los artesanos, microemprendedores o estudiantes que son fundamentales para la economía? De la reflexión, el diálogo, el comunicarnos mejor deben salir acciones consensuadas que lleven al bien común.
Por todo ello nuestras decisiones y acciones en el ámbito privado, así como las del Parlamento en esta época de revisar presupuestos, deben estar despojadas de egoísmo y llenas de humildad. Que el Espíritu Santo nos ilumine para tomar las decisiones correctas que nos den paz y tranquilidad perdurables.
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