El artículo 191 de nuestra Constitución es muy claro. Señala que “ningún miembro del Congreso puede ser acusado judicialmente por las opiniones que emita en el desempeño de sus funciones”. Los constituyentes de 1992 no podían prever el absurdo: que sea el propio cuerpo el que limitara la libertad de opinión de uno de sus miembros. Al sancionar a Celeste Amarilla, los diputados se llevaron puesta la constitucionalidad y vulneraron los fueros parlamentarios en un sentido inverso a como lo hacen tradicionalmente.
En este caso recortaron su interpretación para ejecutar una venganza. Lo habitual es que la estiren abusivamente, convirtiéndolos en un paraguas de impunidad para cometer los más variados delitos sin ser procesados por la Justicia. Todos los intentos por modificar la irritante interpretación corporativa que hacen los diputados para evitar el desafuero de algunos delincuentes que tienen como colegas terminaron durmiendo en los cajones de alguna comisión.
A diferencia de los senadores, en la Cámara Baja hay una aplanadora –constituida por casi todos los colorados más los liberales cartistas– que ha salvado a Éver Noguera, Miguel Cuevas, Ulises Quintana, Tomás Rivas y Carlos Portillo. Es por eso que suena tan ridícula la sanción a una diputada que expresó que muchos de sus colegas accedieron a sus bancas con dinero sucio. Eso fue considerado una “inconducta” y nos lleva a analizar si lo que dijo es verdad o no.
Como la enorme mayoría de los ciudadanos de este país, debo reconocer que estoy de acuerdo con ella.
Ni falta hace discutir demasiado. El financiamiento de nuestras campañas políticas ha sido objeto de muchos estudios por parte de organizaciones serias, universidades, observadores electorales, la OEA y la Unión Europea. Todos los informes coinciden en señalar la preocupante influencia del dinero de origen espurio en los resultados. Es plata que proviene del narcotráfico, del contrabando, del lavado de dólares y del crimen organizado.
No pienso aburrir a los lectores extendiéndome sobre un tema que es harto conocido. Entonces, los diputados que suspendieron a Celeste Amarilla no pueden argüir que lo hicieron porque ella mintió. Dijo la verdad y hubo 47 “representantes del pueblo” a los que no les gustó escucharla. Si alguna crítica se le puede hacer es que quizás –solo quizás– haya exagerado en el número de parlamentarios financiados por la mafia y que no haya aportado pruebas. Es que, justamente, puede hacerlo porque está protegida por la inmunidad de opinión.
Si usted o yo lo hiciéramos podríamos ser querellados por difamación y calumnia. Una diputada puede decirlo porque la Constitución la protege. Es parlamentaria, término derivado del vocablo francés “parler” (hablar). Nadie puede impedir que lo haga. “Nadie” es un decir. Lo pueden hacer los desvergonzados diputados paraguayos.
Así, con los votos de empleados de narcos del Este, de madrinas de narcos del Norte, de patrones de curiosos caseros y niñeras, de contrabandistas confesos, de extorsionadores de causas judiciales, de representantes de tenebrosos clanes familiares, de paradigmas del enriquecimiento ilícito y de cobradores puntuales del humeante mensalão vernáculo, el silencio se hizo norma.
La “nueva normalidad” será inquietante: cada diputado deberá cuidar lo que dice. Hay una honorable mayoría que podría suspenderlo sin goce de sueldo.