Amantísimo lector, aclaro que el siguiente texto es pura ficción y sostengo que cualquier similitud con la realidad se trata de mera coincidencia, pura casualidad.
No pude dormir muy bien aquella noche. Despertamos de madrugada porque Sultán nos alertó con sus ladridos. Se trataba de un robo, pero afortunadamente el ladrón solamente se llevó el foco del frente de la casa y ya había huido raudamente para cuando salimos al patio a averiguar lo sucedido. Sin embargo, llamamos a la Policía para hacer la denuncia, con el fin de dejar constancia del hecho. Hay que reconocer que los dos uniformados llegaron rápidamente. Nos informaron de más de una docena de eventos similares en el barrio en esa misma hora.
—Lastimosamente hay demasiados drogadictos —dijo uno de ellos cabizbajo.
Después del episodio costaba conciliar de vuelta el sueño. Además, a la mañana siguiente debía ir al Instituto de Previsión Saludable para acompañar a mi abuela a una intervención quirúrgica que venía atrasando a raíz de la pandemia. Pasaron dos años, molestias y privaciones para llegar a aquella jornada. La atención a la salud fue insuficiente, a pesar de los esfuerzos de los profesionales médicos, aunque también hay que decir que la corrupción fue una constante durante la crisis sanitaria, y seguía siendo la principal característica del desgobierno.
Mi abuela y yo nos levantamos temprano para prepararnos e ir al centro asistencial. El procedimiento estaba programado para la mañana y, según las indicaciones, esa misma noche estaría de vuelta en la casa. Tenían que operarla por un problema en las venas de una pierna, situación agravada tras un golpe a raíz de una caída. Mi abuela tenía ya 70 años, con una salud envidiable, pero cayó de un resbalón en un día de lluvia. Venía aquejada de la dolencia, aunque no decía mucho. Noté su ánimo golpeado porque se movía menos y estaba perdiendo habilidades a causa de la dificultad que no era tratada con la debida urgencia.
—Jahatamapa, abuela? —pregunté.
—Jahakatu —respondió con una sonrisa.
Su templanza era ejemplar.
Tomamos un taxi y en menos de una hora estábamos en el hospital.
Cuando llegamos al nosocomio, las enfermeras nos dijeron que los pacientes no podían estar acompañados por los parientes en la sala de internación antes de la cirugía. Fue un golpe duro para mi abuela y para mí. Quería estar con ella hasta que vaya al quirófano, pero nos insistieron que las medidas sanitarias impedían esa posibilidad.
—Upéi rohecha jeyta, che memby, ani rejepy’apy —trató de tranquilizarme.
La ingresaron a la sala y quedamos incomunicados.
Pasaron las horas, llegó la tarde y seguíamos sin información sobre la intervención. Al fin, ya en la noche, un enfermero apareció en el gran salón de espera y dijo que la operación fue un éxito, pero que la abuela no saldría esa noche todavía. Me preocupé y le pedí que por favor por lo menos le entregara su celular a mi abuela. Me respondió que no podía hacerlo porque eso también estaba prohibido, pero agregó que con todo gusto él mismo prestaría su celular a mi abuela para que escriba un mensaje al salir de su guardia. Eso fue suficiente para mí.
Más tarde, ya cerca de las 21:00, recibí el macabro mensaje:
—Oikytîko che retyma ha’ekuéra, che memby.
Quedé estupefacto. ¡Mi abuela sin una pierna! No lo podía creer. Exigí la presencia del médico que la operó, pero no me supieron decir quién era. Reclamé y reclamé, pero insistieron que el director médico brindaría su informe al día siguiente. Grité que nos aseguraron que la operación era sencilla y que tenía que salir esa noche. Empecé a llorar. Se apoderó de mí la impotencia. Jamás pensé que seríamos protagonistas de una de las tantas siniestras historias del lugar. Brotaron las lágrimas.