26 oct. 2025

Memoria de la casa de los muertos

Carolina Cuenca

Una vez más la buena literatura, una vez más Fiódor Dostoyevski, nos aporta luces para acercarnos a la realidad que se nos presenta a veces con la máscara de una casi rutinaria, pero a la vez trágica experiencia. Hoy, la tradición celebra la memoria de los fieles difuntos, la cual se suele traducir en el gesto de la visita a los camposantos.

Se trata de una constatación cultural acerca de cómo el hombre necesita relacionarse con su propio misterio, de mortalidad y a la vez de deseo de infinito. La muerte, esa escuálida sombra que atemoriza y alimenta la imaginación, pero también esa permanente compañía que forma parte de nuestro itinerario histórico, ejerce un doble efecto de atracción y espanto.

Dostoyevski recuerda en la obra que dedicó al oscuro régimen presidiario que se vivía en su época, en la lejana Siberia, en su caso personal experimentado por cinco años y por razones políticas, cómo el encierro, el trato cruel, la lejanía, el olvido, llevan a las personas a experimentar la desesperación, cierto, pero también la vivencia más profunda de la propia condición personal. ¿Qué significa un juego, un baño, una oración, un verano para una persona presa, desechada, empobrecida? ¿Es posible vivir la virtud en el dolor? Interesantes cuestiones que deberían interpelarnos si queremos avanzar y no retroceder como sociedad.

La memoria, la muerte, el deseo de felicidad son temas muy humanos que hablan de nuestra dimensión trascendente. Porque el hombre no fue ni nunca será totalmente determinable, un destino acabado, un simple punto en el mapa estadístico de una tiranía o un perfecto engranaje de supersticiones e ideas. El hombre es un abanico de posibilidades, siempre inquieto, capaz de juzgar, obrar y redimirse o volverse un monstruo deformado por la crueldad y la indolencia. Y aún en esto, en su condición más degradada, seguirá siendo libre y un misterio para sí mismo. He ahí su grandeza.

Por eso indigna el menoscabo que hacen ciertas celebraciones seudorreligiosas y a la vez comerciales, como las de Halloween al empujar a sus seguidores más alienados a cometer actos injuriosos y a veces criminales en nombre de un esquizoide regocijo o un placer enfermizo en destruir, invadir o deshonrar sitios que merecen respeto, como el cementerio o la casa que fuera el hogar de una familia asesinada.

¡Qué cosa fea! Banalizar el mal. Cuidado, ya lo advertía la pensadora Hannah Arendt (1906-1975) en su análisis de ciertos criminales del nazismo que, contrariamente a lo que podríamos pensar, no eran personas particularmente “retorcidas” en su carácter o en su proceder cotidiano y, sin embargo, la falta de conciencia sobre lo que es la dignidad de la persona, el bien o el mal, los hacían funcionales al demoniaco aparato genocida al que pertenecieron. ¡¿Qué tipo de sociedad es la que hace culto de los muertos, convierte la maldad en algo lúdico y a la vez desprecia indolente el sufrimiento ajeno?!

Como muestra un botón: la aglomeración de personas que fueron en el “Día de las Brujas” a tomarse fotos o intentaron entrar a visitar la casa donde se cometió el quíntuple homicidio de una familia asuncena hace poco. Ni qué decir de los profanadores de tumbas y de los autores de vandalismos que intentan subvertir ese frágil orden social que a duras penas se sostiene todavía gracias al esfuerzo y sacrificio de los defensores anónimos del bien común. Sí, justamente, hoy más que nunca hace falta reforzar la memoria y hacer presente en nuestra conciencia colectiva el bien de los pequeños y persistentes actos cotidianos de esos ciudadanos de a pie que, a pesar de sus límites, respetan y valoran cada vida humana, cada familia, cada valor común y también a los muertos, qué en paz descansen.