Sábado|14|MARZO|2009
"¿Te acordás de lo que te predecía sobre los accidentes, cuando las motos se empezaban a vender masivamente?”, fue la pregunta que me hizo un viejo profesor de la Facultad de Medicina. Antes de que pudiera contestarle, agregó: “Ahora, anotá: en unos años más los tribunales se llenarán de juicios por mala praxis médica”.
Intenté decirle que era un exagerado, pero me abrumó con deprimentes datos e historias de estudiantes y egresados de la decena de escuelas de medicina desperdigadas por el territorio nacional con nulo control estatal.
Con tono cínico, sin embargo, confesó que es probable que esos médicos logren zafar de las acusaciones “porque los pacientes afectados recurrirán a abogados entrenados de modo igualmente horrible, cuyos escritos serán gramaticalmente inentendibles.
¿O es que puede esperarse otra cosa de quienes se gradúan sin haber leído un solo libro?”. Formado en una época en la que a los maestros ancianos no se les discutía, asentí sin entusiasmo.
Que tengamos médicos y abogados de nivel académico cada vez menor, es una mala noticia. Lo trágico es enterarnos de que, globalmente, son carreras cuya formación no se ha prostituido “tanto” como otras, en las que, desde hace tiempo, se ha declarado un insano jolgorio y en las que ocurren situaciones insólitas.
Adentrémonos sin pudor en las anécdotas. Entre avisos de ofertas de carne de un supermercado del área central, un rotoso pasacalles ofrece múltiples opciones de estudio de alguna de las casi cuarenta universidades privadas creadas por el Parlamento sin ningún rigor ni exigencia.
Por este o por otros medios de promoción, usted podrá elegir alguna de las 62 carreras de Ingeniería que se dictan en el país o podrá convertirse en licenciado/a en Enfermería en una de las 25 universidades que cuentan con dicha opción. Si no tiene tiempo para asistir a clases, no se angustie. La mayoría de estas facultades ofrece dar clases un solo día a la semana o, incluso, aprendizaje a distancia. No me pregunte cómo se puede ser enfermero/a con uno de estos cursos, pero le juro que existen.
Hace unos meses un alumno me mostró asombrado un aviso publicado en la sección “agrupados” de un diario. Decía: “Compro universidad funcionando o inactiva”.
El negocio educativo se ha vuelto tan lucrativo que cuesta más conseguir el rótulo legal de “universidad”, que armar la infraestructura académica indispensable como para que la formación impartida sea medianamente seria.
Mi pobre discípulo se curó de espanto cuando le conté la anécdota que motiva el título de esta columna. La esposa de un señor que dirigía una de esas ignotas pero rentables universidades privadas de los alrededores de la capital, sufría de un cuadro depresivo.
Con el fin de mantenerla ocupada, el marido le ofreció hacerse cargo de una facultad. Santo remedio. La señora -que antes de casarse había sido por breve tiempo maestra de escuela- fue nombrada decana de la Facultad de Ciencias de la Educación y mejoró notablemente su humor. En días más, el tinglado del fondo se convirtió en “aula magna”, la vieja PC llena de virus en “laboratorio” y un sobrino desocupado en “profesor”.
No me venga con que esto no es un análisis serio de la crisis de nuestra educación superior. Para eso, basta recordar que la misma está ubicada en el número 131 entre 131 países evaluados hace un año por el Foro Económico Mundial.
Lo mío, hoy, es la anécdota. Yo no sé quién ni cómo pondrá fin a la irresponsable orgía de mediocridad con la que el Parlamento hundió a la Universidad paraguaya. Además, no tengo por qué saberlo. Al fin y al cabo, soy uno de sus hijos.