29 mar. 2024

Mamá Noel

A menudo me preguntan qué supone para quienes no creemos en la existencia de dioses un acontecimiento religioso como la Navidad. No puedo responder por los demás, pero en mi caso esta es una fiesta que me recuerda a mi madre, y recordarla a ella es revivir mi infancia.

No se trata solo de hacer memoria, sino de resucitar sensaciones, un tiempo breve en el que me permito despojarme de la lucidez agridulce que supone ser un adulto y zambullirme voluntariamente en la fantasía mágica de la niñez, en esa etapa gloriosa de nuestras vidas en la que el mundo era un lugar menos complicado.

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Para entender mejor esta golosina temporal, tengo que contarles algo más de mi madre. Margarita era una mujer sencilla que se tomaba la vida y sus mil complicaciones con una actitud conciliadora irresistible. No había forma de que ella denostara contra otra persona por más reprochables que fueran sus acciones. Estaba segura de que siempre había alguna razón que explicara cualquier fechoría.

Creía que la gente era intrínsecamente buena y que quien perpetraba alguna maldad era solo porque en algún momento le habían hecho daño, o porque alguna situación infeliz le llevaba a incurrir en el error.

De más está decir que nunca compartí esa cándida visión del ser humano; pero no puedo negar que su fe inquebrantable en los demás le permitió de alguna manera ser feliz, independientemente de las calamidades que nos tocó en suerte enfrentar como familia, y de los bellacos con los que seguro se topó a lo largo de su vida.

Entiendo que por esa misma razón jamás cosechó malquerencias. Margarita murió sin haber despertado nunca un sentimiento negativo. Debió tener muchos defectos, pero desde el dolor de su ausencia y desde mi experiencia de hijo me resulta imposible encontrarlos. De ella me quedó una imagen blanca y generosa, privada de toda malicia, es mi imagen de la Navidad.

Para esta altura ya les quedó claro a todos que salí a mi padre. Además, habiéndoseme ocurrido ejercer el periodismo, es absolutamente imposible hacer mi trabajo sin provocar tantos abucheos como algún que otro aplauso solitario. Este es un oficio en el que si no hay quien te maldiga difícilmente estés haciendo lo correcto.

Para complicar el escenario, buena parte de la tarea consiste en descubrir aquello que los administradores del dinero público no quieren que se sepa. Hay, pues, una tendencia a esperar siempre lo peor de ellos. Y es horrible tener razón en la mayoría de los casos.

El periodismo es además una moledora de carne. Uno nunca termina por desconectarse del todo. Siempre hay alguna que otra neurona procesando determinada situación engorrosa, recordando tanto delincuente suelto por falta de pruebas… o de coraje, analizando escenarios inmediatos posibles, pensando en la tapa de mañana, en el entrevistado siguiente.

Lo cierto es que llegamos a esta etapa del año con varios bulbos quemados, los niveles de tolerancia en rojo y la gastritis haciendo fiesta.

Y entonces aparecen los arbolitos y los pesebres. Y hay olor a flor de coco. Y en la radio el reguetón alterna con algún villancico mientras surfeo la marea de vehículos en medio de los bocinazos y las puteadas. Resucita la comunicación epistolar y llegan las cartitas para Papá Noel. Y el gordo barbudo se derrite con cuarenta grados de calor en el escaparate del shopping mientras fatigo los corredores en mi escaso tiempo libre para hacer las compras y despanzurrar una vez más el aguinaldo.

El mundo se torna rojo, blanco y verde. Y la memoria de mi madre me ronda como un moscardón insistente, me dice que la gente es intrínsecamente buena y que este es el momento para recordarlo. Y yo, cuanto menos por estos días, decido siempre creerle.

Por eso, en su memoria, ¡feliz Navidad!

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