Por Mario Rubén Álvarez
En 1916, en pleno fragor revolucionario en México, Mariano Azuela escribió la novela “Los de abajo”. El título casi lo dice todo: se refiere a los olvidados, los pobres, los que son carne de cañón en las guerras entre hermanos y luego retornan a su miseria para seguir siendo anónimos desamparados.
“Los de abajo” son los que, en toda Latinoamérica, claman por justicia, tierra, pan, trabajo, educación, salud y libertad. Sus sueños son búsquedas de respuestas para la supervivencia y no mucho más. Sobrevivir a un día y amanecer respirando al siguiente llamado del alba.
“Los de arriba”, los poguasu, los plata jára, los poderosos son los que dictan las reglas del juego. Poco les importa la equidad, las leyes, la solidaridad o sencillamente la sensibilidad humanitaria hacia el semejante. Simulan, por demagogia, adorarlos en sus discursos, pero en la práctica pisotean esos valores que parecen inherentes a cierto grado de civilización.
En nuestro país, “los de abajo” son la mayoría. Está compuesta por esa gente que pelea a brazo partido para comprar un cuarto de carne, dos huevos, un puño de arroz, cinco galletas y 100 gramos de fiambre.
“Los de abajo” son los campesinos que cultivan algodón para regalarlo a 1.500 guaraníes el kilo; naranja agria para destilar una esencia que hoy se vende a 40 mil guaraníes el kilo que apenas alcanza para salvar los gastos; sésamo para escuchar, cuando los menudos granos están ya listos, que cayó el precio del mercado internacional y melones para que se pudran en las chacras porque la oferta es mayor que la demanda.
“Los de abajo” son los que almuerzan un caldo yrei con algunos fideos sueltos navegando en el fondo del plato y hace tiempo perdieron la memoria del sabor de la leche. Ellos se acuerdan de la comida, pero la comida no sabe ya ni su marcante.
Son también aquellos que o por yvy’i o por yvy'ÿ se mudaron a los cada vez más anchos cinturones de pobreza de los centros urbanos. Vinieron con la esperanza de encontrar una forma menos dura de ganar el sustento, abrigando secretamente el sueño de que sus hijos sean doctores y no ya agricultores derrotados como ellos.
“Los de abajo” son los que buscan algún tío, padrino o amigo para prestar dinero para emigrar a España, Estados Unidos o Argentina. No están hartos de vivir en su país ni reniegan de él: ocurre tan solo que el hambre les acorrala y escapar es la única salida que muestran los que ya se han marchado.
La propaganda oficial dice que la macroeconomía está razonablemente bien. La economía que apenas da para el micro o para seguir gastando los ya muy gastados zapatos, sin embargo, revela otra realidad: cada día ivaíve la porte. El poco dinero que se toca, vuela al instante.
Dentro de poco los políticos –mirando el 2008– van a volver a poner de moda a “los de abajo”. Serán otra vez los ídolos. De mendigos van a pasar a ser príncipes, como en el relato de Mark Twain. Ndaipóri mo'âi ha’ekueraichagua. Sin embargo, una vez terminados de usar, volverán a ser arrojados a la boca del lobo del mboriahu apî.
¿Habrá algún candidatorâ que esté pensando seriamente no olvidarlos cuando se siente en el sillón de los López?