24 abr. 2024

Llegar a fin de mes sin pisar la comisaría

La falta de trabajo, lo que se traduce en la falta de ingreso por parte de miles de familias, es una realidad que se palpa y que seguramente el Censo Nacional vendrá a confirmar.

De solo pensar el no tener un ingreso fijo que sirva de sostén para llevar el pan a la mesa, uno ya suda la gota fría. Pero no solo el desempleo que posteriormente, en las frías estadísticas, se traducen en inseguridad y una cuestión policial, tiene repercusión en el estado de ánimo de la masa, sino también la realidad de que todo está caro y que el sueldo como está ya no alcanza.

El py’aró (estado amargo) como se define en nuestra lengua vernácula, ese estado de desagrado o insatisfacción colectiva, es latente y parte del paisaje urbano y, aunque no se palpa con la mano, se siente como ese sopor que sube del asfalto en pleno verano. Uno de los motivos de este estado, es la preocupación de llegar a fin de mes o, mejor dicho, que el sueldo alcance durante ese lapso de tiempo.

Es verdad, no todos coincidirán en que ese estado de derrota colectiva es transversal a toda nuestra realidad. Pero no es la búsqueda de aprobación la que me hace tipear estas líneas.

Mi motivo es ver desde la mirada de Juan. Él, que tuvo que crecer a los tumbos, cuando su casa, como tantas otras casas en las campiñas de nuestro país, quedó chica para que acaso puedan al menos alimentarse siete hermanos. Con los sueños postergados, aterrizó en el área metropolitana y pronto el monótono “chipá” fue parte de su libreto diario para poder sostenerse primero él, luego a su compañera y tras un par de años a su primer hijo. Ya son varios años de trabajar en la informalidad, pero honradamente. No cree ya que exista otro derrotero para él que el la calle. Acaso, el de la opinión fácil del que todo lo tuvo, si supiera de Juan y su circunstancia de vida, ¿se atrevería a decir qué pobre es quien lo quiere ser o es una etiqueta que ya viene impregnado en la frente de uno?

Ejemplos sobran como los de Felipa, que se codea mañana tras mañana en el colectivo lleno, para llegar a su trabajo a hora sin ser regañada. Ella que es la mayor de la casa y la sostén porque papá ya no trabaja y es parte del montón de los que llegaron a la vejez sin una pensión. Es además enfermera de su propia mamá. Para ella no hay subsidio como consiguieron los transportistas. Ella tiene que estirar cual chicle el cada vez más efímero sueldo mínimo y además debe costearse los estudios en la universidad pública y “gratuita”.

Sixto, al llegar a noche a hacer de guardia frente a la puerta de una importadora, tampoco sabe que será parte de la estadística que lo encasilla como “empleado” dentro de las cifras del Censo. El suyo ni siquiera pasa del subempleo, dado que dos veces por semana suple a su primo en ese trabajo, para poder llegar a fin de mes, sumando los guaraníes que le deja su puesto de yuyos.

Pasando de los que optan por el trabajo digno y honrado, pero mal pagado, como sostén familiar, abordemos brevemente el otro extremo, el de la delincuencia.

Desde luego varios estudios examinan la influencia de la pobreza y educación en la delincuencia. Son los nichos de pobreza donde se reproducen día a día hechos de agresión, delito, muerte. El hacinamiento en las ciudades y los cinturones de pobreza alrededor suyo, la falta de empleo y la proliferación de las drogas y los cárteles, hacen de estas zonas una bomba de tiempo.

Es así que los datos a octubre sobre distintos delitos denunciados hablan de que hubo 14.300 denuncias de robo en Capital y 12.800 en el Departamento Central. A nivel macro, en Paraguay se hicieron 6 denuncias de hurto cada hora en todo el año. Son en las consideradas zonas rojas, donde se registran los mayores hechos punibles contra la propiedad.

Los próximos gobernantes, que ahora ya están en campaña, toman como parte de su libreto el empleo y la inseguridad. Si en los próximos cinco años no pasan del discurso a la acción, la realidad les explotará en la cara.

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