El general Alfredo Stroessner había renunciado en un documento escueto, limitado y gris como había sido su gobierno.
El tirano había caído por fin y podíamos gritar “¡libertad!” sin que nos cueste prisión, tortura ni muerte.
El golpe militar había sido el final de una larga lucha contra la opresión.
Era solo el corolario de más de tres décadas de vivir en un cautiverio asfixiante, que hizo perder al país a millones de sus mejores hijos.
Llevo ahora por fin viviendo más años en libertad que los soportados entre rejas de un país que canjeó en 1954 su libertad por “paz y progreso”.
Nadie puede sostener en ningún terreno que tenemos una democracia peor que la dictadura de la que emergimos.
Nuestras libertades nos permiten morir por el respeto a nuestra Constitución, algo jamás acontecido en este país, cuyos documentos fundamentales anteriores fueron escritos por dictadores, invasores o en un cementerio, como la Carta Magna de 1870.
Nos ha costado vidas ganar la libertad y mantenerla.
Solo este pueblo movilizado acabó con el fascismo del mismo militar que se creía dueño de la democracia que había colaborado en traer. Y contra él se levantó este país, contra quien lo liberó ilegalmente y fue desalojado del Palacio, contra los que pretendieron cambiar la Constitución primero y hacerse elegir para cargos que no podían ejercer.
Contra los corruptos en ministerios, universidades, intendencias, Congreso o cualquier institución pública donde los mandatarios infieles pretendían mantener la corrupción y sus privilegios.
Guapo es este pueblo paraguayo, el que levantó la envidia de hondureños y venezolanos, quienes afirmaron: “Cómo querríamos tener a un puñado de paraguayos para acabar con nuestros tiranos”.
Nos costó la vida de jóvenes, campesinos y activistas.
Muchos pagaron con sus huesos en juicios abiertamente injustos.
Esta no es una democracia barata ni mucho menos.
Nos dejaron una educación mediocre y brutal, que nos impidió tener mayores oportunidades y aprovecharlas.
Todavía tenemos en el poder a muchos que creen que el haber sido electo es suficiente para mantenerse en la administración de la cosa pública, contra los intereses colectivos.
Todavía hay que combatir a la mafia empotrada en varios sectores de la sociedad.
Hay que derrotar a los nostálgicos, con acciones más eficaces.
Hay que sacudir el árbol de la corrupción de nuestra justicia y hacer efectiva una gestión transparente y eficaz, que sepulte la natural incompetencia de las tiranías.
Hay que congratular a este país en este día de júbilo.
Se fue el tirano, quedaron sus métodos, pero finalmente somos libres para construir nuestro futuro, deshaciéndonos de aquellos que siempre dijeron que no seríamos capaces de vivir en libertad.
30 años continuados es –para adentro y para afuera– la confirmación más elocuente de que este país cree en su democracia y hoy puede gritar a voz en cuello:
–¡Libres, libres, libres al fin...!