Unas 60 carretas avanzan por los caminos de Pirayú, Itá y Yaguarón rumbo a Caacupé. Jóvenes y familias enteras renuevan promesas ante la Virgen.
El polvo se levanta, los bueyes avanzan con paso firme y, detrás de ellos, ruedas de madera que crujen y cuentan historias de generaciones. La histórica peregrinación de los carreteros volvió a recorrer los caminos que unen Pirayú, Itá y Yaguarón rumbo a la Villa Serrana, en una edición marcada por familias enteras y por jóvenes que exigen respeto por una tradición que consideran amenazada.
La costumbre, que se remonta a los años posteriores a la Guerra del Chaco, sigue viva como un puente entre el pasado y el presente. “Es nuestra memoria, nuestra fe y nuestra familia”, resumió Robert, de 18 años, quien peregrina con la Compañía Arrua’i desde Itá.
“Mamá ya peregrinaba cuando estaba embarazada de mí”, relató mientras mostraba lo que llevan en la carreta: ropa, comida y lo imprescindible para resistir horas de caminata.
Los bueyes, protagonistas silenciosos del viaje, lucen collares adornados con moños de dinero, que luego se entregan a la Virgen como promesa y gratitud.
“Paramos cada media hora para darles agua y comida. Ellos también peregrinan con nosotros”, contó Robert, mientras los animales avanzaban entre el polvo del camino.
Desde Pirayú, Compañía Tavaí, la caravana también se mueve. Franco Gauto, de 17 años, forma parte de un grupo que cuenta con tres carretas, pero espera la llegada de otras 15. Calculan que unas 38 más se unirán.
“Es una tradición que se lleva ya en la sangre”, señaló Franco, al recordar que esta costumbre se consolidó tras la Guerra del Chaco gracias a la familia Villagra.
A punto de terminar el bachillerato, aseguró que el esfuerzo del viaje —ocho horas desde la madrugada, con breves descansos— se vive mejor en comunidad. “Venimos vecinos, amigos, todos juntos”, dijo.
Desde Yaguarón, María Luisa Benítez llegó con su esposo y su hijo, completando otra parte de la caravana. La familia Benítez lleva más de 40 años recorriendo los caminos rumbo a Caacupé.
“Es una tradición que estoy enseñando a mis hijos y ahora a mis nietos, para que sigan”, dijo María Luisa.
Su esposo agregó: “Salimos a las 11 de la noche y viajamos entre 10 y 12 horas, con muy poco descanso. Dos días de preparación de la carreta para este viaje”.
El mensaje es claro: la tradición está en riesgo. “Se está perdiendo mucho. Si pueden, que vengan, que acompañen”, pidió Franco, dirigiéndose especialmente a los adolescentes.
Entre bueyes adornados, ruedas de madera que crujen y promesas silenciosas, los carreteros siguen recordando al país que la fe también se mueve al ritmo lento, firme y obstinado de una tradición que se niega a desaparecer.