Felizmente en el Paraguay no tuvimos esas explosiones pero el descontento con el funcionamiento de nuestra democracia es cada vez mayor.
Según el informe de Latinobarómetro 2018 en el Paraguay solamente el 40% apoya a la democracia y un 27% preferiría un régimen autoritario (es el más alto de la región).
El descontento se debe a la falta de respuestas a las necesidades de la sociedad, a la corrupción imperante y a los grandes privilegios que tienen nuestros políticos y los que deberían ser nuestros servidores públicos.
Esta semana generó repudio de gran parte de la ciudadanía el conocer los extraordinarios beneficios que tienen ciertos sectores de los empleados del Estado y las gratificaciones excepcionales que están cobrando en un año como este, recesivo y con creciente déficit fiscal.
Las noticias nos confirmaron que ellos son una clase privilegiada con respecto al resto de la población. Tienen un ingreso seguro y estable en un país donde el 24,2% vive en una indignante pobreza; tienen beneficios de estabilidad laboral, jubilaciones y bonificaciones especiales en un país donde el 60% de la Población Económicamente Activa trabaja en la informalidad, no gana el salario mínimo y no tiene acceso a algún sistema jubilatorio; y por último, disfrutan de un salario promedio que representa casi el doble del que tiene el sector privado.
El otro sector que estuvo nuevamente en la mira de la opinión pública ha sido la clase política, con el escándalo de corrupción que estalló en la Municipalidad de Asunción y que hizo que el intendente Mario Ferreiro presentara su renuncia.
Esta clase política, palpablemente corrupta en su mayoría, también tiene privilegios que indignan a gran parte de la sociedad.
Desde la llegada de la democracia a nuestro país los diputados se autoaumentaron sus salarios en un 800% y los Senadores en un 600% y han creado un sistema jubilatorio que les permite jubilarse con solo… ¡cinco años de aportes!
Esta situación de beneficios fabulosos para una minoría de la población en perjuicio de la amplia mayoría, salvando las distancias, tiene cierta similitud con la situación que se vivía antes de la Revolución Francesa, con una clase privilegiada que constituían la nobleza y el clero, que vivían fastuosamente en su palacios y monasterios, mientras el pueblo vivía en el entonces apestoso París, en medio de la miseria, el hambre y la enfermedad.
El 14 de julio de 1789 ese pueblo harapiento tomó la fortaleza de la Bastilla y comenzó el desmoronamiento del régimen que terminó con su caída y la decapitación del rey Luis XVI y la reina María Antonieta.
Lo que ha ocurrido este año en algunos países de América Latina y especialmente en Chile es algo similar a la Toma de la Bastilla, donde el pueblo cansado de las desigualdades y de los privilegios inaceptables ha salido a las calles con bronca e ira, a destruir todo lo que encontraba a su paso.
Este artículo no es un llamado a la violencia, por el contrario, lo que desea es alertar para evitarla.
Hagamos los ajustes necesarios a tiempo, porque los privilegios desmedidos, los abusos y la corrupción con que se manejan nuestros políticos y nuestros empleados públicos, que son la clase privilegiada de esta democracia, enervan cada vez más a la ciudadanía.
Si no se dan cuenta de esto, no se sorprendan de que ocurra un estallido como el que se ha dado en Chile este año, o como en Francia 230 años atrás, que será perjudicial y destructivo para todos.
En este momento cabe recordar una vez más la frase del presidente norteamericano John F. Kennedy: “Aquellos que hacen imposible una evolución pacífica harán inevitable una revolución violenta”.