24 abr. 2024

La reforma y sus reformadores

Va cobrando fuerza y se insiste en la necesidad de reformar la reforma educativa del año 92. Vemos los resultados en cuanto a rendimiento y desarrollo de capacidades. No son muy alentadores: bajo nivel de los alumnos luego de 12 años de escolaridad obligatoria; comprensión lectora baja; pobre capacidad de expresión, incluso en muchos docentes, etcétera.

Pero ¿qué significa reformar? No es una pregunta menor. ¿Cambiar todo?, ¿mejorar lo que hay? ¿Y qué hay? Es increíble, pero uno de los obstáculos primeros es el de analizar realistamente lo que tenemos; de lo contrario, se desperdician tiempo, dinero y esfuerzo. O peor, se entra en un cinismo crónico.

Los gremios hablan de salarios, de condiciones edilicias; los padres hablan de poco acompañamiento en la trasmisión de sus valores y principios; los empresarios se quejan de no hallar mano de obra calificada; los jóvenes están inquietos por salir adelante, que lo que reciben y aprenden les sirva. La sociedad está cada vez más estatista, lo cual también es una suerte de alienación porque nos quita protagonismo y el Estado ha tomado demasiadas aristas a su cargo dando a entender que es el único responsable de ese factor humano llamado educación. Pero no es así.

En mi caso estudié Pedagogía en plena incorporación de la reforma. Se la veía con buenos ojos. Se trataba de dar una respuesta moderna a una sociedad que salía de una dictadura. Se recibió la famosa asesoría externa y créditos condicionados a ciertos parámetros, sobre todo apuntando a generar dóciles “unidades de trabajo” del siglo XXI; pero, ojo, los mejores aportes fueron internos. Los personalistas, como Montero Tirado y Ramos Reyes en el Consejo de Educación, la experiencia de otra gente de gran talla moral y racional marcaron el camino desde una antropología adecuada. ¿Quién se atrevería a rebatir los estupendos fundamentos filosóficos de la reforma en Paraguay? Pero el método falló. Se tecnificó la mirada hacia uno de los protagonistas esenciales: el docente y, paradójicamente, al querer recategorizarlo desde una lógica de poder, se lo dejó literalmente afuera, en el sentido más auténtico: el de la relación educativa, donde debe ser uno de los grandes protagonistas. Al mismo tiempo se lo adula y se lo maltrata. A mí que no me vengan con cuentos porque hemos acompañado con cursos, con materiales, escuchando las quejas, año tras año. Ajustes tras ajustes, muchos hechos con gran deseo de bien por algunas autoridades, otros sin tino, no han logrado sino despersonalizar a los docentes que entran en apatía y desánimo. Se les llena de burocracia, de leyes, de chakes, de cursillitos fragmentados, de responsabilidades que no les corresponden, pero se les quita autoridad porque se desprecia su libertad y experiencia y, es más, algunos ni siquiera comprenden lo mucho que esa autoridad está ligada al servicio. Y los alumnos pueden ser esculpidos como estatuillas de oro y entronizados en los discursos políticamente correctos, pero la verdad es que sin un alter adulto y libre que los guíe de verdad, con sustento en una sociedad madura y valores claros, ellos no salen adelante.

Por eso, para mí, reformar es en primer lugar ahondar, profundizar, recuperar la esencia, sin renunciar jamás a lo que es universal y perenne: la persona como centro, y ella arraigada en nuestra cultura con apertura a la realidad. Implica autocrítica y sacrificio. Incluso rechazar plata, si esta viene condicionada mezquinamente. Gente con mucho coraje y amor al Paraguay debe involucrarse. Cada familia, intelectual y grupo de base debe involucrarse. O no habrá reforma, sino pura instrumentalización del poder.

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