“Cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo”. María no se encierra en casa, sino que va a cuidar a su prima. También nosotros podemos ser la mirada, la sonrisa, los brazos, las manos, la alegría de Dios mismo.
Después de haber recibido el anuncio del ángel y haber respondido su sí, María se levanta y se marcha de prisa a visitar a su prima Isabel, que está en el sexto mes de embarazo.
El trayecto es largo. La Virgen vive en Nazaret y su prima cerca de Jerusalén. Unos 150 km de camino. Pero María no se detiene ante las dificultades. Se dirige apresuradamente, aunque estuviese también ella embarazada y se arriesgase a encontrarse con salteadores en la ruta hacia el sur. Su ilusión es cuidar de su prima.
María es de esas personas que llevan adelante la familia, que llevan adelante la educación de los hijos, que enfrentan tantas adversidades, tanto dolor, que curan a los enfermos. Se levantan y sirven.
No se da importancia a sí misma. No piensa: “Como soy la madre de Dios, yo soy la importante; soy yo la que tiene que ser el centro de atenciones y cuidados”. No, María no piensa así. Su modo de pensar es distinto: “Por ser la más digna, tengo que ayudar más”.
No se encierra en casa, sino que va a cuidar a su prima. Y no es la prisa alocada, sino la prisa de la ternura. Como señala el Papa Francisco, “María no es la clase de personas que para estar bien necesita un buen sofá donde sentirse cómoda y segura. No es una joven-sofá” (papa Francisco, Discurso en la Vigilia de la JMJ en Cracovia, 30 de julio de 2016).
Y de ese encuentro surge la alegría. La alegría profunda de María e Isabel; una alegría que llena sus vidas. Del mismo modo, si aprendemos a servir y vamos al encuentro de los otros, permitimos que Dios cambie este mundo. Somos la mirada, la sonrisa, los brazos, las manos, la alegría de Dios mismo.
(Frase extractadas de https://opusdei.org/es-es/gospel/2021-12-21/).