El gasto público en general se caracteriza por su pobre calidad.
La incapacidad del Estado para responder ante cualquier epidemia, o como en el caso actual, una pandemia, no es ni remotamente culpa del personal de blanco. Es culpa de los sucesivos gobiernos que prefirieron postergar la inversión en las necesidades elementales del pueblo para derrochar dinero en licitaciones inservibles y dirigidas, en su clientela de turno y en la política partidaria.
Un claro ejemplo del abandono a la salud pública es la millonaria suma que se destina todos los años dentro del presupuesto público al pago del seguro privado para funcionarios, legisladores y ministros. Una política que empobrece aún más a la gente y enriquece más a un minúsculo grupo de accionistas de empresas privadas.
Es hora, pues, de hacer lugar a las reformas tan postergadas.
La salud, la educación y los servicios básicos no solo necesitan tener eficiencia, necesitan tener también una mayor disponibilidad de recursos.
En este sentido, es fundamental empezar a implementar políticas que permitan identificar los puntos débiles del Estado, suprimir los gastos que no tienen un resultado en la mejora de la calidad de vida, profundizar una estrategia de contención que genere mayores espacios para la inversión y mejorar sustancialmente los controles en las compras o contrataciones públicas.
Pero eso no es suficiente.
La pandemia del coronavirus nos ha demostrado que la función pública es parte central de la desigualdad social que impera en nuestro país. Las desproporciones salariales y la falta de relación con el rol que cumplen dentro del Estado, ya son imposibles de seguir sosteniendo con el dinero de la gente.
Es urgente ir pensando en una nueva Ley de la Función Pública que rija de acá para adelante y tenga como epicentro el concurso público y la carrera del servicio civil. Para esto, no basta con tener reglas claras en cuanto al ingreso o las promociones, tampoco con establecer escaleras salariales o topes salariales. Es fundamental que quienes sean los ejecutores de estas políticas no respondan al clientelismo, al nepotismo ni al soborno.
Los polémicos beneficios salariales que percibe un reducido porcentaje del plantel público deben ser totalmente eliminados de la mano de la renovación de la Ley de Función Pública. Los pagos por presentismo, ayuda vacacional, o por disponibilidad, entre otros, no pueden seguir pagándose en un sistema que no garantiza a su gente salud digna, acceso a agua potable o programas para salir de la pobreza.
El pobre ahorro fiscal es otra de las falencias. El Estado gasta mal, es cierto, pero tampoco recauda lo necesario. Los gastos corrientes se llevan más del 90% de los ingresos tributarios, dejando un limitado espacio para la inversión pública en infraestructura y el gasto social.
Los grandes contribuyentes de los sectores agropecuario, industrial, financiero y comercial, entre otros, deben tener una carga impositiva mayor para poder pensar en un efecto redistributivo de la riqueza y tener un Estado más presente en los estratos más bajos de la población. Los que ganan más, deben aportar más, de eso se trata la tan anhelada justicia fiscal.
En ningún caso el interés de los particulares primará sobre el interés general, reza textualmente la Constitución Nacional. El presidente Mario Abdo Benítez, tras empezar a los tropezones y sucesivos papelones, tiene ahora la oportunidad de dejar un legado muy importante.
La equidad solo se logrará acabando con los privilegios de unos pocos.