Por Alfredo Boccia Paz - galiboc@tigo.com.py
Si algo le faltaba a su vida turbulenta para convertirse en leyenda era una muerte inesperada y dramática. Fue un final doloroso, como todos, pero con el necesario toque épico que torna más broncínea la posteridad. Como las de Gardel y Kennedy, como las de Eligio Ayala y nuestros mariscales, esta es una muerte que alimenta pasiones. No se ha muerto de viejo, como Stroessner o Pinochet, que tardaron tanto en partir que cuando lo hicieron ya estaban olvidados, ya no despertaban grandes odios o amores.
De cierta manera, la muerte de Oviedo mejora su relación con la historia. Si la omnipotencia no lo hubiera empujado a subirse a aquel helicóptero, estaría vivo, pero encaminándose a una nueva derrota electoral. Quizás asistiría a la pérdida del status de tercera fuerza política que ostentaba su partido. El voto cada vez más esquivo del soberano y la incorregible trashumancia de sus parlamentarios indicaban una tendencia inexorable hacia lo minúsculo. Su ausencia deja la falsa sensación de que si no fuera por ese detalle vital las cosas serían muy distintas.
Su muerte prematura ha renovado la idolatría de sus seguidores. Ya casi olvidábamos esas imágenes de histérica veneración al único líder que todo lo sabe y todo lo puede. Los fastos fúnebres del miércoles pasado tuvieron la grandiosidad de aquellas lejanas campañas primigenias.
Fue una muerte cargada de simbolismo. La mañana del 3 de febrero de 1989 su nombre irrumpía en el firmamento libertario como protagonista de la heroica gesta. Mientras él iniciaba su obsesión por llegar a la presidencia de la República, la alegría popular hacía olvidar sus largos años de stronismo, su inexplicable fortuna, el saqueo a los bienes de los jerarcas caídos. Justo 24 años después, la mañana del 3 de febrero de 2013, el pesar por su muerte y el oportunismo de quienes sueñan heredar sus votos hacían olvidar sus intentos golpistas, su desprecio a la Constitución, su afición a la violencia política.
Fue el último de los caudillos partidarios que hegemonizaron ese cuarto de siglo complicado y contradictorio al que hemos llamado transición democrática paraguaya. Mientras se vanagloriaba de haber parido la democracia, intentó abortarla varias veces en los años siguientes. Fue el último militar en atentar contra ella. Se sentía sobrenaturalmente escogido para ser presidente, aunque para ello debiera apelar a atajos sangrientos. Cada vez que estaba a punto de lograrlo, lo arruinaba todo por atolondrado. El mismo rasgo de carácter que lo llevó a subir a aquel temerario vuelo nocturno.
Muerte trágica la suya. Como la de Argaña, como la de los jóvenes de la plaza. Muerte que causa dolor, que nadie desea. Muerte que sacude, pero no derriba el tablero electoral. Porque su muerte solo detiene efímeramente una devaluación política que era inatajable desde hace años. Muerte que acelera el juzgamiento humano definitivo: el de la historia. Una ciencia que no cree en predestinados ni se deja engañar por simbolismos.