La luz es condición de vida. Y esa constatación natural nos habla de una realidad que va más allá de lo meramente natural.
En Galilea se había adorado a dioses paganos. Pero esos dioses eran incapaces de dar la vida, de traer luz, de saciar los corazones. La ausencia del Dios verdadero, del Dios vivo, siempre sumerge en una oscuridad que, aunque tenga apariencia de luz, en realidad lo que hace en encerrar en uno mismo.
Cristo vino a mostrarnos el camino de la vida, y lo hizo con signos y palabras, con las curaciones, símbolo de una nueva vida que deja atrás las limitaciones de la enfermedad y la muerte, y con la fuerza del Evangelio. Navidad es un tiempo especialmente adecuado para enfocar lo determinante, la Luz que vemos en Belén, y a relativizar todo lo demás, a apagarlo, como cuando en una iglesia la luz más importante se proyecta sobre el sagrario.
Allí está el alimento que transforma, que da la Vida. En la Palabra proclamada en la Santa Misa experimentamos la fuerza del Evangelio, que abre los corazones, que ilumina las mentes, que fortalece la voluntad, que llena de esperanza, que nos empuja a la caridad. Se trata de una Palabra que, con apariencia humilde, encierra toda la fuerza divina. Los sabios de Oriente estuvieron atentos a los signos y encontraron la Luz. Y atención es conversión. A eso se nos invita hoy. Solo un corazón limpio y lleno de deseos puede, al escuchar la Palabra, encontrarse con la Luz que en ella le sale al encuentro.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-es/gospel/2022-01-07/).