La vida de una inocente joven se apaga, sin más y sin explicación. La esperanza cae por la estribera posterior de un colectivo y se lleva a una ingeniera informática a punto de recibirse. El motivo: un feroz asalto que tuvo en vilo durante eternos minutos a todo el pasaje, con el bus en movimiento y cuyo chofer no detuvo la marcha cuando Liz Vera intentó sin suerte recuperar el celular sustraído. Cayó de espaldas, llevó la cabeza contra el pavimento.
Escenas similares se replican en todo el país; algunos —con más suerte que otros— conservan la vida; en un escenario donde la violencia agiganta la lista diaria de sustracciones y asesinatos en la vía pública; a los que se suma la penosa nómina de feminicidios (18 en 9 meses) y, como corolario, el ajuste de cuentas dentro del normalizado sicariato.
La oleada de inseguridad (expuesta desde las fuerzas del orden como solo una sensación, alimentada por la sobreexposición de casos vía medios o redes) se siente en la piel cada vez que uno sale. La incertidumbre se centra en preguntarse si uno tendrá la buena suerte de retornar sano y salvo a casa, al final de la jornada.
Mil fórmulas, agenda pública, recetas y respuesta oficial son siempre reacciones tardías y que se traducen en zarpazos mediáticos contra el crimen organizado, que luego quedan en la nada. Cuando la metástasis abarca casi todos los segmentos de una sociedad que ya viene enferma desde antes del Covid-19, son limitadas las acciones del estamento policial-judicial, ya que institucionalmente continúan desacreditados, por su proceder selectivo para perseguir a la delincuencia.
Aparecen las voces que propugnan mano dura, implacable desmantelamiento de las redes ilícitas, sometimiento riguroso a todo lo que represente riesgo para la sociedad; y hasta quienes anhelan la portación de armas en vía pública para defensa de su patrimonio y su vida.
El debate se nutre también —por suerte— de los que ostentan una visión a largo plazo, apostando por una educación liberadora y comprometida con el desarrollo, más inclusiva y que atienda a todo el abanico de fenómenos que caracterizan a los distintos grupos sociales, no solo a los factores que defiendan a la clase media-media alta, así como a la más privilegiada.
Esta última perspectiva acompaña a las políticas sociales que buscan erradicar las desigualdades y focalizan el análisis no solo en el efecto de la marginalidad y la necesidad de los pobres que, con puñal o arma de fuego en mano, corroen la seguridad de la población, sino también en el devenir de los estamentos estatales, donde hay ladrones de guante blanco que, aún en pandemia y en tiempo de extrema necesidad, siguen con el festín de malversaciones y desvíos de los recursos públicos.
El abandono sistemático de esa gestión primordial de las instituciones —que deben enfatizar en la seguridad ciudadana, dar oportunidad de empleo, cobertura de salud, educación de calidad y exponer funcionarios probos y honestos— se ubica como el germen, el génesis que alimenta ese cóctel mortífero de impunidad, violencia, fragmentación social y desencanto general.
Las víctimas de este penoso sistema casi siempre son ciudadanos de a pie, inocentes vidas segadas por un tajo o una bala, y cuyos deudos reclaman al vacío, lamentan en el desierto, porque al Estado le queda grande la capacidad de tomar las riendas con el fin de transformar el triste escenario por medio de la inversión en el bienestar de la ciudadanía. Ahora mismo las cúpulas tienen otra prioridad: calcular la mayor cantidad de adherentes para las próximas elecciones, reposicionarse y parapetarse en el cargo.
Mientras la rueda gire en este mismo biorritmo y sentido, lamentablemente, se repetirán escenas similares a la de la infortunada joven, en la danza del “sálvese quien pueda”, que frustra los sueños del bono demográfico, del que con tanto orgullo se ufanan muchos, pero al que no se le brinda el marco adecuado para evolucionar y trascender, en busca de una sociedad más igualitaria.