23 abr. 2024

La clave está en la wiphala

Alfredo Boccia Paz - galiboc@tigo.com.py

En Bolivia hubo un golpe de Estado, de eso no tengo dudas. Pero no es mi intención entrar tardíamente a la larga discusión sobre los errores previos de Evo Morales, el fraude electoral o el papel de la OEA, sobre lo que se ha escrito mucho y contaminado aún más con una avalancha de Fake News. Además, creo que nadie convence a nadie y hay un sesgo de autoafirmación que privilegia las ideas que confirman nuestras propias creencias y convicciones ideológicas.

Me quiero detener en una imagen curiosa que se repitió en varios lugares de Bolivia: una bandera quemada por multitudes furiosas que cantaban “Sí, se pudo”. Conocer el significado de esta bandera, retirada por los policías amotinados del frontis de los edificios públicos y de sus propios uniformes, es clave para entender una parte importante del conflicto. Se trata de la whipala, estandarte de resistencia de los pueblos indígenas de la nación andina. Aunque su origen misterioso viene del fondo de la historia, fue durante las movilizaciones campesinas del pueblo aymara en la década de los setenta cuando se afirmó como emblema de la filosofía andina.

Durante el primer mandato de Evo Morales, la whipala, un cuadrado de siete colores, fue consagrada como símbolo nacional oficial y ondeaba junto a la tradicional bandera tricolor. La nueva Constitución consagraba un Estado Plurinacional que reconocía una “ciudadanía intercultural”. Indígenas y campesinos deberían acceder a los mismos derechos que los blancos y empresarios; entre ellos, gobernar el país. La whipala en edificios estatales reflejaba ese espíritu. Por eso, el hecho de quemarla no era un mero acto de vandalismo, sino una restauración simbólica del viejo orden social criollo en el que las estructuras de poder eran copadas por mestizos y blancos.

El racismo en Bolivia es un problema estructural que viene desde la Colonia y que mantiene enfrentados por la hegemonía territorial y étnica al altiplano indígena y la élite blanca del Oriente. La discriminación ocurre en ambos sentidos, pero es desigual: el privilegio de acceder a los espacios de poder quedaba reservado para los sectores criollo-mestizos. Hasta que llegó Evo, a quien el presidente electo argentino Alberto Fernández definió certeramente como “el primer presidente de Bolivia que se parece a los bolivianos”.

Un indio en el Palacio Quemado era una herida que la ultraderecha no podía soportar. Y, para colmo de la humillación, el indio gobernó su país mucho mejor que todos sus predecesores provenientes de la minoría supremacista. No le perdonarían errores. Y Evo los cometió. El más grave de todos fue empecinarse en no dejar a tiempo la presidencia.

Por eso este golpe contra el Estado Plurinacional duele tanto y es una histórica vuelta atrás. Más allá de los aspectos coyunturales, en los que hay razones de ambas partes, huele a colonialismo. El gobierno indígena será suplantado por militares y políticos confiables para la vieja oligarquía. Por eso hay tanta whipala quemada. Destruir la bandera indígena simboliza recordarles su condición de ciudadanos sin derechos, lo cual es una estupidez, pues, como escribió Eduardo Galeano: “En América todos tenemos algo de sangre originaria: algunos en las venas, otros, en las manos”.

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