Con un hacer que parte de la línea y la pintura, de impronta moderna y popular, sus códigos visuales se basan en las posibles y diversas combinaciones de temas naturales, humanistas y del mundo técnico para construir una indeleble marca personal.
Como si la naturaleza pudiera cumplir la utopía de crear y regenerarse hasta el infinito, sin inquietos humanos que quieran destruirla; nuestro artista atiende esta premisa de construcción inagotable. Desde una génesis enmarañada, emulando el mismo paisaje cerrado del bosque, el artista consigue realizar audaces combinaciones donde formas de la flora y lo antropomorfo permiten vislumbrar escenas desde o dentro del follaje.
Con la inquietante sensación de estar ante una mirada espía o escondida, desde el punto de vista del “mirón”, las composiciones de Benjazmín se concentran en generar revoltijos formales. Compaginando una narración que recoge su experiencia vital, la de sus orígenes en la tierra tropical del Alto Paraguay, se cuelan en ella sus experiencias íntimas ligadas al deseo, al anhelo por un mundo utópico y de una modernidad que le pisa los talones.
Emerge con total naturalidad, sin vergüenza ni pecado, el erotismo como relato paralelo, marginal, pero necesario para completar el agridulce punto medioambiental en el que incide constantemente esta obra.
Historias como bálsamos para un mundo que ha perdido la empatía y la projimidad en las que Benjazmín imprime todos los colores en sus tablas y telas sin discriminar orígenes o técnicas, ya sean estos óleos o esmalte de uñas, con una seguridad que permite al espectador desvelar, tras telones de ramas y hojas, escenas del gran teatro del mundo.
Su observación metódica de la naturaleza física, del bosque y los animales, un motivo constante en su obra, se transforma con el paso del tiempo en una visión de interés ecologista o medioambiental de peso y que resulta original y valiosa en el arte actual del Paraguay. Contenida en esta obra reposa un doble fondo de crítica e ironía, pues el antes llamado Jardín de América es hoy un campo de soja, calor y fuego, y donde sus habitantes persisten en actitudes depredadoras hacia su frágil ecosistema.
Atravesar el secreto
Dentro de la enramada del bosque, las figuras humanas y animales parecieran no querer posar para el artista, quien discreto y avizor como un jaguar, persigue y deglute las escenas de encuentros íntimos tras la protección de lianas y follajes.
Benjazmín dirige su mirada entre algún intersticio de la fronda de arbustos y árboles: Esta sería su estrategia de voyeur o mirón, su punto de vista secreto, afinando la mirada, disfrutando el despliegue ante sus ojos del espectáculo privado del otro.
La representación del erotismo, como decíamos, es parte fundamental de algunas series. Benjazmín muestra mayormente composiciones de paisajes naturales, aunque el suyo sea un paraíso hedonista y eufórico, con desnudos masculinos y femeninos que se mezclan con un bestiario de aves y cuadrúpedos. Un aire surrealista eleva la temperatura poética de estos encuentros, las figuras deambulan o se aman en el bosque junto a loros, mariposas o venados.
A través de una práctica artística centrada en el interés por el medio ambiente, podría decirse que es en el bosque donde Benjazmín encuentra su genius locci, “el espíritu del lugar” en latín, a juzgar por los escenarios elegidos. Capturando la atmósfera abigarrada de la jungla, este arte forja un camino negociando una visión antropocéntrica con otra más representativa de la flora y la fauna.
Algunas hojas y flores más que decorar constituyen el mismo centro de atención, lejos del artificio o el adorno, cubriendo con una textura botánica integral toda la escena. Desde la óptica empírica y privilegiada de Benjazmín, sabemos que el bosque representado y fabulado en sus tablas refieren a las selvas ribereñas del río Paraguay, en su Fuerte Olimpo natal, en el territorio del Pantanal.
Contado desde la fantasía y la memoria, estas narraciones visuales aún pueblan su producción actual, siendo que el artista olimpeño reside en Asunción desde hace varias décadas. Estos actos de memoria visual transformarían estas junglas pintadas en su Ka’a guy (selva, bosque en guaraní) personal, en su libérrimo refugio privado desde donde crear visiones disruptivas.
La jungla fagocita la razón
La lujuria añeja de estos retablos recuerda en su audacia a la pintura mural romana o a la medieval y sus soluciones “primitivas” a la manera de un Hyeronimus Bosch y su tríptico Jardín de las Delicias del siglo XV, replicando nuevos elementos botánicos y animales fantásticos cobrando carta de ciudadanía.
Mención separada merecen los aforismos y frases filosóficas inscriptos en una suerte de tipografía de estilo neogótico, propia del letrismo decorativo del transporte público paraguayo.
Estas máximas, dispuestas en los laterales o en los bajos del cuadro conectarían, a un nivel conceptual, con la idea de travesía, de viaje que efectúa el propio artista en los autobuses que lo llevan de los suburbios de Asunción a su corazón comercial, el Mercado 4.
Mientras recorre la metrópolis guaraní, Benjazmín medita sobre problemas fundamentales que trazarán formalmente su próximo lienzo: El amor encontrado, el no correspondido, la catástrofe ambiental, alguna victoria futbolística, el trabajo o su falta; todo bajo la banda sonora de cumbias cachacas y sus promesas románticas.
Un sello distintivo de este cuerpo de obra es el uso del simbolismo, es decir, del uso de elementos identificables dotando capas de significado que trascienden narrativas domesticadas o lugares comunes. Cada elemento compositivo, ya sea un objeto, un personaje o un paisaje, tiene potencial de interpretación y explora temas de identidad, cultura y territorio.
Este enfoque permite a Benjazmín dar a conocer su mundo latente en la frontera rural-urbana, uno en el que invertir las estructuras de poder, celebrar la resiliencia y ofrecer nuevas perspectivas sobre la experiencia individual y colectiva de un Paraguay mestizo, animado aún por modos y usos premodernos.
Conectar al público con estos niveles de imaginación, habilita una persistente fantasía, revelando cómo lo extraordinario se acopla perfectamente al tejido de la experiencia humana.
Y nada mejor que reproducir la propia palabra de artista, que describe a continuación aspectos biográficos de su inserción en el circuito de arte de Asunción. Su pensamiento nos ofrece una visión cercana y empática de un joven campesino guaraní parlante que debió trasladarse a la capital, distante a más de 700 kilómetros y ganarse, a fuerza de músculo y talento, un nombre propio en el ecosistema artístico del país.
“Soy Benjazmín, pintor de cuadros, y ahora vivo en Limpio. Mi nombre es como un sueño que soñaba mi papá cuando yo todavía era un espermatozoide. ¿Y la zeta? ¿Es un sueño también o una pesadilla?”(...) “Vendía chicles en Eusebio Ayala y Choferes del Chaco, pero entré al mundo rentado de la plástica un día que tenía que pagar mi almacén y no tenía con qué. Me contaron que en un shopping podían comprar mi cuadro de La Cicciolina con un jugador de fútbol. Lo pinté con témpera y pintauñas, pero la galerista no quiso saber nada. Me fui a otro lugar donde también vendían cuadros... Ahí comenzó todo.”