Enseñaba a niños de jardín de infantes de dos escuelas de pequeñas comunidades de Loreto. El día que desapareció había dado clases durante la mañana en Jughuá Po’i y se dirigía en su auto a Cañada Lourdes, donde trabajaba en el turno tarde.
Se cree que el homicidio fue con fines de robo, pues su vehículo fue encontrado en Yby Yaú, a unos cien kilómetros de Loreto. Lo paradójico es que se había comprado el auto justamente por motivos de seguridad, pues recorría extensas zonas rurales poco pobladas para enseñar. El hallazgo del cadáver de Isamar estremeció a una población que la buscó con desesperación durante dos días. Y eso que son concepcioneros, ciudadanos que –como los amambayenses y sampedranos– uno supone curtidos en presenciar atentados, secuestros y asesinatos.
Uno cree ingenuamente que nunca se acostumbrará a la violencia y la muerte. Cuando las vemos a través de la prensa nos parece algo lejano. Basta alguna exclamación del tipo: “¡Oh, qué barbaridad!”, para acallar a nuestra conciencia. De vez en cuando la víctima es más conocida o el lugar del hecho es inusual, tal como ocurrió con Vita Aranda en febrero pasado. Entonces nos sobresaltamos, pero, casi sin darnos cuenta, nos vamos adaptando a convivir con el peligro.
Cada día salimos de nuestras casas pensando que podemos ser dados de baja de la vida por un criminal común que ambiciona nuestro celular para cambiarlo por la dosis diaria de chespi o que podemos encontrarnos involuntariamente en el medio de un ajuste de cuentas por parte del crimen organizado. Los pobladores de la zona donde vivía Isamar agregan a su lista de angustias los crímenes con motivación política, como por ejemplo los cometidos por el EPP que este mes ha matado a dos alambradores e hizo volar una camioneta militar.
Los ciudadanos que nos consideramos urbanos y alejados de esa realidad deberíamos pedir consejos a los pedrojuaninos. Es que nos empieza a suceder lo mismo que a ellos hace treinta años. En los últimos 16 meses se registraron veinte casos de sicariato en Asunción y Central. Nos tienen que enseñar a convivir con asesinos a sueldo, una profesión antigua, con gran demanda reciente en algunos países de América Latina.
La palabra sicario se originó en el imperio romano y procede de la palabra latina sica que era una afilada daga que, por su pequeño tamaño, era ideal para esconderla en la manga del vestido de quien debía acabar con un enemigo político. El término se acuñó en la lengua italiana de siete siglos atrás y se incorporó al castellano en la segunda mitad del siglo XX, sobre todo en Colombia durante la era de los carteles de Medellín y Cali.
La palabreja aparece cada vez con más frecuencia en los titulares de nuestra prensa. Nada sorprendente, pues estamos transitando un camino conocido. Un futuro sin opciones en condiciones de legalidad entremezclada con acceso fácil a las drogas y al dinero convierten a la delincuencia organizada en una alternativa de vida. Lo notable es que la generalización de estos crímenes lleva a una naturalización social en la que la muerte se convierte en una fuente regular de ingresos y la vida se desvaloriza gradualmente.
La política tiene mucho que ver con esta degradación. Los países que enfrentan con mayor efectividad la amenaza del narcotráfico y los distintos tipos de delincuencia son aquellos con institucionalidad más fuerte. Y esta depende, entre otras cosas, de la calidad moral de los políticos y de la tolerancia social a la impunidad.
No podemos resignarnos a un porvenir tan funesto. Debemos resistirnos a perder el asombro ante las muertes violentas. La lucha contra la corrupción y la impunidad en Paraguay es también una lucha por la vida. Por la vida de personas como Isamar y Vita, que estarían vivas si no tuviéramos autoridades vendidas al crimen.