Las muestras que se recogen en el fondo de los océanos consisten a veces simplemente en una pequeña cantidad de barro colocado en un tubo, pero la falta de presupuesto y el escaso apoyo de los laboratorios obligan a los científicos a depender de expediciones externas o de mucha imaginación para llegar a ellas. Es solo el primer paso. Cuando una molécula revela finalmente sus beneficios –por ejemplo para la enfermedad del Alzheimer o la epilepsia– aún se necesitan décadas y cientos de millones de dólares para transformarla en medicamento.
Lucha contra el cáncer. ”Cuanto más buscamos, más encontramos”, afirma Marcel Jaspars, de la Universidad de Aberdeen (Escocia). En 1928, el científico Alexander Fleming descubrió un moho que producía una sustancia y mataba a las bacterias, la penicilina. Desde entonces, los científicos no han dejado de encontrar moléculas curativas en plantas, animales, insectos y microbios. Todos en la superficie terrestre. “La gran mayoría de los antibióticos y de los medicamentos contra el cáncer proceden de fuentes naturales”, recuerda William Fenical, profesor en el Instituto de oceanografía Scripps, en California.
Este pionero de 81 años empezó a investigar las moléculas marinas en 1973, en una época llena de escepticismo sobre la posibilidad de encontrar productos valiosos en el fondo del mar. Pero en los años 1980 encontró con su equipo un coral blando en las islas Bahamas. El animal producía una molécula antiinflamatoria que después se usaría en los productos cosméticos de la marca Estée Lauder.
En 1991, también en Bahamas, los investigadores identificaron una bacteria desconocida, la Salinispora.
La bacteria ha dado lugar a dos medicamentos contra el cáncer que están actualmente en la fase final de ensayos clínicos. Carmen Cuevas Marchante, responsable de investigación de PharmaMar, una empresa española de biotecnología, está acostumbrada a este largo proceso.
Para elaborar su primer medicamento, la farmacéutica tuvo que recoger primero 300 toneladas de ascidias bulbosas, una especie de invertebrado cilíndrico que se aferra a las rocas o debajo de los barcos. “Nos hizo falta una tonelada para aislar menos de un gramo de molécula necesaria para los ensayos”, declaró Cuevas Marchante.