Este asunto de la “elección” del señor Ríos para ocupar la vacancia de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, quien no tenía el perfil para ser elegido ni siquiera en la terna de candidatos del Consejo de la Magistratura (el cual lo introdujo en su cuestionada terna, incluso dejando de lado al candidato que el mismo Consejo puntuó con las mejores calificaciones), puede traer cola en cuanto al resquebrajamiento de la frágil institucionalidad de nuestra República del Paraguay “para siempre libre e independiente”.
El sistema republicano no es perfecto, pero la separación de poderes que tiene como premisa de organización, puede ser bastante efectiva para evitar la concentración y el abuso del poder, mediante contrapesos, división de funciones, equilibrios e independencia.
Como sea, el “siempre fue así” o “todos lo hacen” no es excusa suficiente para evitar la necesaria discusión que este tipo de situaciones generan.
Lo más preocupante es que su elección en el Senado y su confirmación casi meteórica por parte del Ejecutivo, no se compadecen de aquello de que nuestra soberanía reside en “el pueblo” y no en grupos selectos fundados en sentimientos de fraternidad.
Ciertamente, somos un Estado laico, que no ejerce apoyo ni oposición explícita a ninguna religión, pero es atendible el llamado de los obispos católicos y de numerosas organizaciones civiles y figuras públicas que levantaron la voz advirtiendo de los peligros de esta forma poco asertiva de elección.
Y hablando de Estado laico, muchos de los ciudadanos de a pie nos damos cuenta de que el triunfo de esta arbitrariedad “consensuada” de modo tan fraternal entre actores que no suelen coincidir en casi nada, es una muestra casi sin solapar de la influencia de esa especie de estado paralelo que se va consolidando a espaldas de la mayoría y en detrimento de las instituciones que deberían resguardar nuestra igualdad ante la ley.
Si vamos a cambiar de sistema de gobierno por lo menos deberíamos discutirlo más, pero si vamos a seguir con el que tenemos, deberíamos considerar las declaraciones fundamentales de los derechos, de los deberes y de las garantías de nuestra Constitución Nacional, o por lo menos del tan apreciable sentido común de los ciudadanos que han señalado numerosas críticas atendibles a este oscurecido proceso de elección, y que apuntan a los antecedentes públicos y personales del político, hoy miembro de la Corte Suprema.
La independencia de los poderes del Estado garantiza un mínimo de orden social. Además, la Constitución dice que “Ninguno de estos poderes puede atribuirse, ni otorgar a otro ni a persona alguna, individual o colectiva, facultades extraordinarias o la suma del Poder Público”.
Y para lograr esta independencia, en lo que al Poder Judicial se refiere, la teoría jurídica remite la definición misma de la justicia al tema del mérito. «Dar a cada uno lo suyo» es también “dar a cada uno lo que merece” y negar lo que no corresponde dar a quien no lo merece. Los consensos, si existen, deben realizarse en base a los méritos, de la forma más transparente posible, teniendo en cuenta todos los factores en juego. Esto no ha ocurrido, al contrario prevaleció la fuerza sobre el derecho. Y eso es grave.
En realidad, la igualdad ante la ley requiere comprender y fomentar un sistema mínimo de reconocimiento y posicionamiento social a quienes cumplen con exigencias no solo legales, sino también morales. Se debe poder ganar y perder honor en una sociedad que desee madurar cívicamente. Porque no todo vale lo mismo. Es ahí donde es necesario que acentuemos el punto que separa la sana laicidad del tóxico laicismo que pretende alejar a la moral de la política, instalando como supuesto consenso lo que no es más que una especie de asociación perversa y de una gobernanza en la que nadie puede sentirse seguro ni respetado porque solo reina el más fuerte y bochinchero.
Es necesario transitar el camino de la educación cívica y de la conciencia moral que tienen como punto de partida la dignidad de la persona y la necesidad de resguardar lo que a ello nos conduzca y de resistir a todo aquello que de ella nos aleje.
El manoseo politiquero de estos altos estamentos perjudica enormemente a la sociedad. Es una tentación que, asumida con este nivel de cinismo, llevará al desastre institucional, para alegría de los pescadores de río revuelto y para nueva carga sobre nosotros los comunes. Estamos a tiempo de rectificar.