25 abr. 2024

Espeluznante amor a la cloroquina

Alfredo Boccia Paz – @mengoboccia

“No sabía”, respondió con cara de sorpresa el oncólogo brasileño Nelson Teich, al ser consultado sobre la decisión de permitir la apertura de gimnasios y peluquerías por ser considerados servicios esenciales. La información había sido divulgada momentos antes por el presidente Bolsonaro, quien consideró irrelevante compartirla con su entonces ministro de Salud. Teich, con menos de un mes en el cargo, se había vuelto incómodo para el Gobierno por los mismos motivos que habían provocado la destitución de su antecesor, Luiz Henrique Mandetta: Su defensa de las medidas de distanciamiento social y su escaso entusiasmo con la cloroquina.

Bolsonaro cortó por lo insano; nombró al general Eduardo Pazuello como nuevo ministro. Este, sin ninguna experiencia en el campo sanitario, actuó con idéntica insensatez: Se rodeó de 17 militares en los cargos de confianza. A diferencia de sus pares de todo el mundo, Pazuello rehúye las declaraciones a la prensa. Pero nadie le reclama nada, pues todos saben que el verdadero ministro de Salud es el propio Bolsonaro. El paracaidista Pazuello, convertido en simple transmisor de las órdenes presidenciales, publicó enseguida un nuevo protocolo para el tratamiento de los pacientes con Covid-19. En el mismo se extiende la indicación del uso de la cloroquina e hidroxicloroquina, aunque se reconoce que su efectividad no ha sido demostrada y que serán administradas solo a los pacientes que declaren su voluntad de recibirlas.

Llegados a este punto, es indispensable, primero, hacer una precisión y, luego, plantear una cuestión. Ambas drogas son conocidas desde hace años; la cloroquina como antipalúdico y la hidroxicloroquina como fármaco útil en varias enfermedades autoinmunes. Lo que no está comprobado es que sean eficaces en el tratamiento de la infección por coronavirus. La comunidad científica aprendió a ser prudente a la hora de recomendar el uso de medicamentos antes de contar con suficientes evidencias científicas sobre su beneficio y seguridad. Recién ahora se están iniciando ensayos multicéntricos con miles de pacientes para evaluar su indicación en esta nueva infección y sus resultados estarán cerca de fin de año. Mientras, ninguna de las principales sociedades científicas brasileñas avalan la prescripción de una droga con serios efectos secundarios.

Entonces, ¿cómo explicar la insistencia de Bolsonaro? De hecho, se trata de una auténtica obsesión, sobre todo desde que se enteró que su admirado Trump la recomienda vivamente. El ex ministro Mandetta reveló que Bolsonaro pretendió cambiar por decreto el prospecto de la cloroquina para incluir allí su indicación en Covid-19. Lo que nadie pudo impedir es que ordenara al Laboratorio Químico del Ejército la producción del fármaco hasta niveles fantásticos.

La intención de Bolsonaro es una muestra en partes iguales de desprecio a la ciencia y demagogia. La cloroquina es una tabla de salvación mágica que apunta a tranquilizar a la población desinformada, haciéndole creer que se puede volver al trabajo normal. Este insólito uso politizado de la droga buscaría apresurar el fin de las medidas de aislamiento, algo que el presidente propugna desde hace semanas. João Doria, gobernador de São Paulo, el estado más golpeado, lo resumió sin muchas vueltas: “Bolsonaro es un enemigo de la vida, no está del lado de la ciencia”.

¿Por qué debería importarnos lo que hace Bolsonaro? Porque, al descabezar la conducción de la salud pública e imponer sus absurdos criterios, lleva a su país a una marcha suicida de consecuencias descomunales. Brasil ya superó los 20.000 muertos y no cesa de batir récords de decesos diarios. Nadie se explica cómo es que, siendo vecinos del tercer colocado en el mundo en número de contagiados, el Paraguay tenga tan pocos casos. Pero si Bolsonaro no es contenido, esa extraña asimetría no durará. Por eso nos interesa este amor espeluznante.

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