Uno de los muchos misterios que acompañaron mi infancia tenía forma de botella. Era un envase de gaseosa que contenía un líquido marrón y que durante años ocupó un lugar en la puerta de la heladera de mi casa. Se trataba de un menjunje con un fuerte olor a hierbas que tomaba todas las mañanas don Rigoberto, un hombre venido del campo que montó una herrería en nuestro patio con permiso de mi padre.
No fue sino muchos años más tarde que supe que don Rigoberto padecía de una terrible gastritis que hacía de su vida un infierno, un infierno cuyas llamas intentaba apagar con aquel extraño brebaje, la cura mágica que le había recetado el curandero en cuyas manos habían estado siempre su salud, la de sus padres y hasta la de sus abuelos.
Lo cierto es que don Rigoberto respetaba a rajatabla el ritual de su medicina mañanera, sin que los desagradables síntomas de la irritación estomacal le abandonaran nunca. Papá le recomendó alguna vez que consultara con un verdadero médico y recibió como respuesta un largo discurso en guaraní sobre los riesgos de poner la vida en manos de letrados.
Entendí que para don Rigoberto, un “letrado” no era un hombre que cultivara la lectura, sino alguien de quien había que desconfiar porque “sabía demasiado”.
Me acordé de don Rigoberto dos décadas más tarde cuando padecí los mismos síntomas que habían estigmatizado sus días. Solo que yo opté por el letrado. La endoscopía detectó la causa más frecuente de la enfermedad; una bacteria. Y tras ocho días de tratamiento con antibióticos la gastritis desapareció para siempre.
Convengamos que lo que probablemente empujó a don Rigoberto, como a tantos otros, a esquivar a los letrados no fue una opción cultural, sino la imposibilidad financiera de acceder a la medicina científica (que es la única que existe). Lo que no logro explicarme es que todavía exista gente -suficientemente más informada que aquel humilde herrero- que todavía pueda suponer siquiera que cualquier pretendido conocimiento empírico, carente del menor estudio y rigor científico, pueda sustituir a la verdadera ciencia.
Un propietario de farmacia decidió utilizar en Pedro Juan Caballero antibióticos para tratar el dengue. Los antibióticos sirven solo para combatir bacterias que son organismos unicelulares, y el dengue es producido por virus que son organismos tan pequeños que se desarrollan en el interior de las células. Es como querer matar las pulgas de un elefante con una escopeta para elefantes.
Una barbaridad grande como el paquidermo. Y, sin embargo, no faltó quien defendiera a este temerario practicante empírico de la medicina alegando que “a lo mejor” el hombre descubrió por accidente cómo matar pulgas con una escopeta.
Puede ser .Y, probablemente, don Rigoberto entendió mal la receta y antes que tomar el menjunje, debía haber embestido a botellazos contra su bacteria gástrica.