¡Cuántos análisis posinternas partidarias hemos escuchado en estos días! Por supuesto, para el fuego malicioso las leñas más apreciadas se han conseguido de los árboles caídos.
Con el calor subtropical no faltó quien descargara todas sus frustraciones existenciales en la situación política que, a decir verdad, de por sí ya da para el llanto y el rechinar de dientes desde hace tiempo...
Parece iluso intentar despertar aquel sentido del humor que tanto nos caracteriza para canalizar de una manera más sana este caudal de malos sentimientos que nuestros dirigentes despiertan.
Ni la cercanía de la Navidad parece suficiente, al menos en su expresión más superficial...
También retornaron los fantasmas de buena parte de nuestra historia reciente asociados a las pujas de poder y a las sospechas acerca de los hombres escombro que, según algunos, deben ser desechados para que el país se construya de una vez por todas.
Notable, hace unos años un obispo hablaba de lo mismo en su prédica provocando la aprobación de la masa y de sus autoproclamados voceros. No pasó mucho para testificar la caída estrepitosa de tan “insigne faro de luminosidad” que finalmente resultó dar buena razón a aquello de “el que lo dice lo es”, y ¡con creces!
Es así, quien observa con detenimiento a los espécimenes humanos da fe de que constitutivamente poseen todas las alturas y todas las hondonadas del espíritu potencialmente en sí.
Ni al más insospechado de corrupción se le puede declarar santo de devoción antes de su último suspiro, ni al más detestable se le puede negar el beneficio de una duda razonable acerca de una posibilidad de cambio. La realidad no es maniquea.
Escombros son los restos de material que provienen del desecho de construcciones que no duran, quizás porque se hicieron sobre cimientos no consistentes, irreales. Pero ningún hombre puede ser jamás un desecho. Admitir esto es la negación de toda la historia humana y es ponerse a tiro de ser los próximos desechados justa o injustamente.
Incluso la crítica reiterada hacia los corruptos nos da idea de cuán grande es el deseo de que todos vivamos a la altura de nuestra humanidad, pero esto requiere una tarea personal o no pasa de ser un discurso vacío.
Este cambio no se consigue con moralinas ni sentimentalismos aburridos. No es una aspiración que pueda satisfacerse con simplonas compras navideñas.
Quien toma en serio su corazón y su deseo no puede menos que sorprenderse como los niños, de que en este pesebre existencial de tantas incoherencias y carnalidades puedan renacer la esperanza, la alegría, la positividad.
Sin embargo, es posible y es en el fondo lo que todos esperamos.