Hoy se conmemora un día especial, el de niños víctimas de agresión en situación de guerra, secuestro, abuso sexual, asesinatos, etc. No es necesario explicar lo importante que es acabar con fenómenos como los de los niños forzados por las guerrillas de las FARC a usar fusiles y servir de objeto sexual a sus comandantes y otros terribles males; pero reflexionando sobre la prevención de estos tristes y crueles sucesos, y la necesidad de generar o regenerar culturas para que se respete a los niños y no se los someta a la agresión, hay visiones encontradas. Existe hoy una tendencia de generar un relato y redefinir la agresión en su sentido amplio, partiendo de situaciones que todos detestamos, pero cargando las tintas en otros aspectos que no se discuten lo suficiente porque se colocan en las últimas páginas de los documentos y discursos que tratan el tema.
Es interesante analizarlo porque se pasa hoy en ambientes progresistas a generar un sucedáneo a los verdaderos derechos. Es muy sutil y para quienes apenas se acercan al tema con buena voluntad les será difícil cuestionar expresiones de moda como “autonomía progresiva” o “buenas prácticas”. De hecho, en su origen, estas son saludables, pues tienen en cuenta la naturaleza humana en ese estadio del desarrollo que llamamos niñez, y la ley moral natural, base de los derechos humanos, que sirve para entendernos en cualquier parte del mundo, sea cual sea nuestra cultura.
El problema es que la apropiación de términos a los que se les imprimen nuevos significados, y hasta la usurpación de los mismos cargándoles de significados contrarios, así como la captura de espacios decisivos que en primer lugar corresponden a los padres de los niños de carne y hueso, luego a la comunidad y por último al Estado, en forma subsidiaria, vuelve poderosos e intocables a los autoproclamados expertos en la nueva norma moral para tocar el tema de la agresión y de la violencia, y los padres y la comunidad con sus valores son arrinconados y hasta violentados por la ola del buenismo discursivo.
Ojo, una cosa es ser buenos, y es difícil porque conlleva un proceso que pone nuestra estructura antropológica más genuina en juego: inteligencia, voluntad y memoria; y otra cosa distinta es el sucedáneo del buenismo, que concentra sus energías, su lobby, su presupuesto y sus agendas en redefinir términos y hegemonizar el discurso sobre lo que debe ser cambiado en la cultura para disminuir la agresión a los niños.
Por supuesto, debido a la delicadeza del tema y la sensibilidad que genera en las personas de bien, que para serlo necesitan practicar ese bien trabajando y dedicándose a cubrir las necesidades de los niños reales a quienes aman e intentan proteger, es fácil ceder a la tentación de delegar a las leyes, normas y planes estatales con sus agentes consultivos toda la carga moral que este asunto requiere. Incluso los buenistas hablan sin reparos de crear una “hegemonía del Estado” en este tema. Mientras tanto, esas personas de bien, los padres sencillos, en su comunidad sencilla, seguirán llevando la fuerte carga que esta sociedad de morales dobles y moralinas de laboratorio les ponen sobre sus hombros, quitándoseles de a poco la libertad que corresponde a esa gran responsabilidad. Esto es también una tremenda forma de agresión que se da tras bambalinas y con guantes blancos.
Para contribuir al bien común, intentemos discriminar los tantos, discernir y advertir, si es necesario, acerca de los peligros que conlleva cambiar el oro por oropel, el cual conlleva tratar de implantar lingüista y educativamente (nunca la educación es neutra) a los niños mismos, a sus padres y a la sociedad. Así, por ejemplo, duele ver declaraciones de esos “expertos” buenistas que ponen en duda que la pornografía pueda hacer daño a los niños, mientras se quejan de otras agresiones. Desatémonos de ataduras ideológicas buenistas, detestemos la verdadera agresión y promovamos la responsabilidad de hacerse cargo del bien y del mal que se hace a los niños.